Ecuador esta semana de definiciones entra en la recta final de un proceso que se inició el 24 de mayo del 2017: la transferencia del poder. Nunca antes el país tardó tanto en definir las líneas estratégicas de la política del poder central, porque esta vez no se trata de un cambio de mando simbolizado por esa banda presidencial que los mandatarios ecuatorianos elegidos por voluntad popular se ciñen al pecho: Mi poder en la Constitución.
¿Cuál poder, de quién, para quién?
Habría que parodiar la frase y decir: Mi Constitución en el poder, para caracterizar los 10 años de correísmo. Un década ganada o perdida, según se la quiera ver. El Ecuador fue gobernado por un mandato amparado en una Constitución hecha en un país concebido a imagen y semejanza del líder. Un poder centralizado en el carisma personal, ausencia de orgánica en el movimiento político que lo apoyó (AP). Politica de populismo de Estado, basada en una lógica del poder que obtiene y reelige, reiteradamente, en las urnas con un discurso encendido que moviliza voluntades apelando a las necesidades básicas de la población. Un discurso garantista, de soberanía y protagonismo estatal frente a los poderes fácticos tradicionales.
Todo aquello en el marco de una bonanza económica que generó recursos estratégicos provenientes de la riqueza natural hidrocarburífera, explotada a un precio de mercado boyante. Recursos que fueron invertidos en obras de impacto popular en salud, educación, amparo social y vialidad, entre otros rubros. En la implementación del proyecto, Correa se amparó en sectores claramente identificados: un remante de la izquierda política tradicional que le proporcionó alguno cuadros claves y hasta hoy leales; un grupo económico conformado por empresas importadoras y comercializadoras de bienes y servicios que contribuyeron económicamente; un sector de emprendedores bien contactados con inversionistas extranjeros (China entre otros), liderado por el ex vicepresidente Jorge Glas que llevó la voz campante del manejo de sectores industriales, económicamente estratégicos, donde se concentraron las más altas inversiones foráneas y estatales (energía, petróleo, infraestructura industrial, etc). Y una pléyade de académicos de nuevo cuño, embestidos en títulos nobiliarios de alto nivel universitario, que devino en una elite del conocimiento que dio cierta apariencia eficiente al régimen pasado.
La fórmula lucía prefecta y funcionó como reloj toda una década. El derrumbe del proyecto comenzó con la caída del precio del petróleo -que todo lo financiaba-, de 100 a 40 dólares el barril de crudo, y la bonanza se convirtió en crisis económica. El contexto internacional caracterizado por una embestida de la derecha politica, influyó para que Ecuador estuviera en la mira de una restauración conservadora que venía dando batallas con éxito en Argentina, Brasil y Chile. Al interno, el país enfrenta las elecciones de abril con un elemento hasta entonces desconocido: la crisis del movimiento que había gobernado una década con éxito. Una lucha por el poder desde dentro del poder. La derecha (grupos banqueros, agroexportadores, etc) si bien dio una dura batalla electoral, prefirió ver como el sector gobernante se dividía, debilitaba y dejaba abierta la opción para intentar imponer ciertas exigencias al régimen.
El nuevo gobierno inicia la transición, desplazando del poder a los sectores remanentes del correísmo -hasta entonces influyentes- y pone la mira en el grupo liderado por Jorge Glas, ex vicepresidente, que evidencia inconsistencias y corrupción en el manejo de la política hidrocarburífera, industrial, infraestructura y comercial de los recursos estratégicos. Había que poner fin al dispendio de recursos públicos en época de crisis, y cerrar la llave del flujo de dineros mal habidos. El desenlace es de todos conocido. Solo faltaba el capítulo final: desmontar políticamente al correísmo, impidiendo que pueda retornar al poder con la reelección del líder, y que siga controlando los organismos de control estatal, consolidando políticas antagónicas a los sectores de la oligarquía económica e influyendo en el pueblo con acciones de desarrollo social.
En ese panorama, Ecuador hoy decide si continua con el proceso de transición del poder hacia un régimen con mayor base de apoyo y sentido social, o retorna la posibilidad de una reelección presidencial con la restauración izquierdista en el 2021, o se encamina por el sendero del neoliberalismo político y económico con el advenimiento de la derecha al poder.
Todos los sectores han jugado cartas claves. El gobierno de Lenin Moreno intentó el diálogo buscando apoyo donde podía sumar base social y económica, y lo logra hasta el momento. Ha dejado fuera del juego político al sector vinculado a hechos de corrupción económica. Mantiene el manejo del control político estatal. Recupera el timón administrativo del movimiento político que lo respalda, y consolida una consulta popular que legitimará, de ganar el sí, todo lo actuado dando luz verde para gobernar sin la sombra del correísmo.
El ex presidente Correa puede hacer un balance en el exacto sentido contrario a lo alcanzado por el régimen de Lenin Moreno. Vino a Ecuador a cumplir tres misiones: imponer una Constituyente como salida alternativa a la Consulta Popular; salvar de la cárcel a su ex vicepresidente Jorge Glas y recuperar su movimiento político con el cual impulsó la revolución ciudadana. Las tres batallas las perdió. Ha perdido el nombre, los colores, los edificios del movimiento político, pero que se ha quedado con las bases, aunque no sabemos con cuáles y por qué tiempo. No cuajó la idea de una nueva Asamblea Constituyente para hacer borrón y cuenta nueva. Y Jorge Glas fue condenado a seis años de cárcel por asociación ilícita, con perspectivas de que se amplíe la condena por otros presuntos delitos económicos. Queda por delante la disputa por su postulación y eventual reelección en el 2021, impedir el cambio en la modalidad de elección de los organismos de control, dos cuestiones claves para sus expectativas políticas futuras.
El país deberá evaluar al actual gobierno -que aun no inicia su real gobernanza- y por el momento sostiene promesas de cambio. Por contraste, la ciudadanía deberá medir si quiere retornar a un eventual futuro gobierno de Correa. Un liderazgo que a ratos pierde el norte y se pone a la defensiva, que confunde la lealtad hacia sus adeptos con la honestidad de sancionar a los corruptos.
El escenario de esas batallas es la Consulta Popular del próximo domingo, punto final de una semana de decisiones. Las otras preguntas que acompañan a las dos cuestiones claves, no son menos importantes. Habrá que decidir el mecanismo de elección de los organismos de control y participación ciudadana; decir si continúa vigente una ley que impide la especulación con los cosos de los bienes de la industria de la construcción; decidir si se amplía el área protegida del Yasuni frente a la explotación de hidrocarburos; decidir si los delitos de violencia sexual contra la niñez y la adolescencia prescriben o no en el tiempo; decidir si es viable la actividad de la minería en zonas protegidas y urbanas y decidir si los condenados por corrupción pueden tener una vida politica y civil vigente en el país.
En ese contexto, dependiendo del resultado electoral, la derecha política iniciaría la contraofensiva definitiva marcando distancias con el régimen, exigiéndole el cumplimiento de ciertas promesas emergidas del diálogo y buscando espacios de influencia indirecta, hasta recomponer su poder con un proyecto global de gobierno para el 2021.
Eso es lo que está en juego esta semana de definiciones. Ecuador tiene la palabra.