La imborrable memoria de los hermanos Carlos Santiago y Pedro Andrés Restrepo, de 18 y 15 años respectivamente, asesinados por el escuadrón policial conocido como SIC 10 del régimen febrescorderista en 1988, incita a reflexionar sobre el rol del Estado en la sociedad.
Desaparecidos en el sector del valle de Cumbayá, próximo a la ciudad de Quito, su exterminio representa el primer crimen de Estado reconocido oficialmente por las autoridades ecuatorianas. La posterior muerte de su madre, Helena Arismendi, en un accidente de tránsito mientras recorría el país clamando justicia, representa la lucha denodada de una mujer contra la más ignominiosa vulneración de los derechos humanos de sus hijos por parte de los organismos estatales.
Tres décadas de búsqueda constante de los restos de los jóvenes Restrepo simbolizan treinta años de brega incansable por la justicia. Una justicia que jamás reparó el daño infringido a la familia Restrepo Arismendi, ni con declaraciones protocolares ni con indemnizaciones monetarias.
Un Estado que se confesó criminal, pero que jamás devolvió vivos ni muertos a los niños arrestados por la policía la mañana del 8 de enero de 1988 en su vehículo familiar. Un Estado que desplegó todas las estratagemas de la impunidad, luego de cegar la vida de Carlos Santiago y Pedro Andrés con el engaño policial, el fraude judicial y la complicidad política de los gobiernos de turno que se sucedieron uno a uno en la consecución del encubrimiento. Un Estado que adeuda al país cabal justicia frente al crimen de los Restrepo que, como todo crimen de lesa humanidad, merece castigo y reposición del daño causado.
Un Estado, por cuyo sentido democrático esta constitucionalmente obligado a ser un ente protector de derechos. No obstante, este imperativo obliga a repensar si el rol del Estado se cumple íntegramente como gestor de seguridad social, equidad económica, fomento a la cultura y proveedor de educación, salud, transporte, entre otros.
Probablemente, ante la perversa dinámica de desacreditar al Estado para imponer los designios de la lógica privada, la memoria de los hermanos Restrepo obligue a reformular la gestión de un Estado más humanizado e incluyente que garantice los derechos de los ecuatorianos y ecuatorianas bajo un mismo cielo patrio y devuelva su dignidad colectiva.
La memoria imborrable de los jóvenes Restrepo será un aliciente perenne para concebir y luchar por un mundo más justo y solidario, una sociedad más hospitalaria, un país más amable bajo la égida de un Estado más respetuoso de nuestro derecho a la vida. Ese es el legado de su preciosa existencia.