La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Esta promisoria frase de Cortázar permite significar el estado de ánimo político del Ecuador actual. De cara al 2018, el país enfrenta el reto de no permitir que junto al año que termina, nos quemen la esperanza en la hoguera del desaliento. No obstante, la esperanza es un camino que se recorre hasta el fin al borde del despeñadero de la incertidumbre. Por eso es esperanza y no certeza. Más aun, en el largo y sinuoso sendero de la política criolla donde todo puede y nada puede ocurrir, porque no somos un país de las últimas consecuencias, sino de las consecuencias mínimas, de los ahueves a la orilla del camino, de la renunciación y el abandono, «un país sin vocación de futuro”, como diría alguna vez Jorge Enrique Adoum.
Pero el futuro ya no espera, nunca ha esperado y adviene, aunque no lo hallamos soñado, peor planificado. Quién se pudo imaginar que aquello que ayer fue certeza hoy es incertidumbre, lo que ayer fue fe, hoy es escepticismo. Nuestra agnóstica sociedad, nuestra comunidad incrédula se golpea el pecho por otras razones, no como un acto de fe. Tantas veces hemos sido un pueblo sin convicción y hemos tenido que repetir a coro que sí se puede para convencernos a nosotros mismos que, mas allá de la duda, está la certeza. Que con una buena dosis de decisión y otra de acción podemos hacer que las cosas sucedan. Y eso es la política: hacer que los escenarios se concreten, ocurran según lo preconcebido. O como dice mi amigo Fander Falconi, hacer de nuestros sueños, realidades.
El Ecuador de hoy enfrenta el ineludible desafío de hacer una revolución de la esperanza. ¿Qué es eso?, se preguntan mis amigos y enemigos escépticos. Viene a ser la capacidad de cambiar duda por certeza, desidia por acción. Ahora que la política deja de ser la veneración por las grandes utopías y se coinvierte en el diálogo, puerta a puerta, con el otro por movilizar, bajo el argumento de que sí se puede creer en el cambio cotidiano que ocurre en la vivencia consuetudinaria, que no nos convierte en héroes para el mármol, sino en dignos seres humanos que, al final del día, habremos cumplido con el rol asignado en el lugar exacto y en el momento oportuno.
En buen romance, la vida es depositaria de la esperanza cuando vivimos convencidos de nuestras capacidades y limitaciones. Ecuador ha pasado duras pruebas históricas, telúricas, freáticas y políticas. Y no desapareceremos del planeta por terremotos ni catástrofes naturales, sino por malas gobernanzas. He ahí la hoja de ruta para el año que comienza en las próximas horas: dar al pueblo el gobernante que amerita. Porque siempre resulta ser así, cada país tiene el gobernante que merece.
¿Qué nos merecemos los ecuatorianos? Un hombre que presida la esperanza y la gobierne hacia un país más solidario. Un gobernante que administre nuestras necesidades y las convierta en logros materiales. Un líder que conduzca la utopía hacia la plena justicia social. Ecuador no merece menos. Que el año que se inicia, mantengamos viva a llamita de la esperanza, es el tiempo de la vida misma defendiéndose.