El Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer celebrado anualmente el 25 de noviembre convoca a una reflexión de fondo acerca de la violencia que se ejerce sobre las mujeres en el mundo y reclamar políticas en los diversos países para su erradicación. La convocatoria hecha por el movimiento feminista latinoamericano en 1981 en conmemoración a la fecha en la que fueron asesinadas, en 1960, las tres hermanas Patria, Minerva y Maria Teresa Mirabal, en República Dominicana, amerita un amplio debate en torno a la condición femenina y sus derechos de género. En las últimas décadas la sociedad ecuatoriana ha tomado relevante consciencia sobre los derechos de la mujer a una vida digna, segura, sana y participativa, incluidos todos los derechos contemplados, sin distingo de género, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU.
Los teóricos señalan que “el sexo es un componente biológico que determina la apariencia física de los individuos”. En tanto, el género “es un componente cultural que estructura las vivencias de los individuos”. El género es una cualidad identitaria atribuida a partir del sexo biológico, en la que mujeres y hombres le son atribuidas características específicas y diversas. Esa diversidad no implica una condición de inferioridad de la mujer. Dicho paradigma que consigna la subordinación de género proviene de la constatación de que “la maternidad y la consecuente crianza de los hijos, supone una tarea propiamente de mujeres que influye en la socialización de estos nuevos seres: las niñas terminan identificándose con la madre y los niños mantienen distancia al percatarse distintos a ella”. A partir de una interpretación netamente ideológica, según estos planteamientos, el proceso de socialización contribuye a crear las diferencias entre mujeres y hombres.
Sin embargo, la teoría social permite establecer una justa dimensión en un enfoque de clases, en el que particularidades y similitudes de hombres y mujeres están dadas por sus roles en el proceso de trabajo. Una aproximación marxista sobre el tema permite distinguir que “las mujeres constituyen el complemento para la obtención de la plusvalía”. En su actividad laboral, la mujer recibe un salario con el que compra productos necesarios para el sustento diario; solo que estos requieren de una elaboración que se suma al trabajo desarrollado por las mujeres, es decir, la cocción de los alimentos y la higiene de la ropa con el consecuente lavado y planchado, que son tareas cotidianas, socialmente instituidas para mujeres, sin retribución salarial. En esa dinámica laboral y doméstica radica la doble explotación a la que es sometida la mujer en el sistema capitalista. Este es el primer signo de violentación de género, socialmente aceptado en contra de la condición de la mujer.
Las formas más evidentes y extremas de violencia de género vienen dadas a partir de asumir estas diferencias en los roles productivos como condición jerárquica. La sociedad ordenada a imagen y semejanza del género masculino, instaura sociedades patriarcales con predominancia de asignaturas y valores machistas. Entre ellas la sumisión sexual basada en el predominio y necesidad de protección. Figura netamente medioeval en la que el señor feudal protege al lacayo a cambio de una encomienda laboral y de la entrega de tributos fruto de su trabajo productivo rural. Esta figura funciona, más o menos, similar en las relaciones entre hombre y mujer en la sociedad capitalista. La violencia en general, y la sexual en particular, empieza desde la niñez y responde a patrones culturales patriarcales arraigados en la familia y la comunidad que fomentan relaciones de poder desiguales.
La violencia contra las mujeres es un problema estructural dirigido con el objeto de mantener o incrementar su subordinación al género masculino. Su origen se encuentra en la falta de equidad en las relaciones entre hombres y mujeres en diferentes ámbitos y en la persistente discriminación hacia las mujeres. Es una realidad social presente tanto en el ámbito doméstico como en el público en las vertientes física, sexual, psicológica, económica, cultural y afecta a las mujeres desde el nacimiento hasta la edad avanzada. La “asimetría de poder que se deriva de la diferencia de edad roles y /o fuerza física entre el ofensor y la víctima, así como de la mayor capacidad de manipulación psicológica que el primero tenga sobre la segunda”. Esta asimetría de poder coloca siempre a la víctima en un estado de vulnerabilidad y dependencia.
Estudios realizados en Ecuador señalan que el 47% de las niñas denuncia violencia en sus hogares, escuela y espacio público y el 42% tiene miedo a ser retirada del sistema educativo (Plan nacional 2016). Las tendencias son desalentadoras cuando muestran que el uso de la violencia y el abuso en las prácticas de enseñanza se incrementó de 20% en el 2000 a 27% en el 2004, al 30% en el 2010, y 26% en el 2015, según datos del Observatorio Social del Ecuador del 2016. En países de la región latinoamericana, los datos indican que alrededor del 70% de las víctimas de abuso sexual son niñas. Además, que en la mitad de los casos los agresores viven con las víctimas y en las tres cuartas partes de los casos son familiares directos.
La respuesta social
La lucha contra la violencia de género, individual y colectiva, tiene una importante dimensión política. No hay posibilidad de desagregar esta lucha de las otras formas de rebeldía en contra de un sistema que posibilita y fomenta en sus variables culturales, politicas y económicas la discriminación en contra de la mujer. Entre las claves de esa lucha radica la educación en valores distintos a los predominantes en el sistema capitalista machista y dominador. Se hace indispensable privilegiar la dimensión preventiva en contra de la violencia; y, una vez consumada, enfatizar en la reposición de derechos, denuncia de casos y sanción de autores cómplices y encubridores de los actos feminicidas, violentos o discriminatorios contra la mujer a fin de impedir la impunidad.
Según la crónica, “el feminismo consiguió colocar la cuestión de la emancipación de las mujeres en la agenda pública desde mediados de los setenta, para comenzar a desarticularse y perder fuerza como movimiento social años después. Se produce una importante institucionalización del movimiento con la proliferación de ONGs, la participación de feministas en los gobiernos y organismos internacionales, y la creación de ámbitos específicos en el Estado. Desde su espacio en las universidades el feminismo aumentó la investigación y la construcción de tesis, profundizando y complejizando sus reflexiones con mayor rigor académico. Se abrió notablemente el abanico de escuelas y propuestas, incluidas las referentes a la discusión estratégica sobre los procesos de emancipación”.
Es necesario levantar una alerta para advertir acerca de cierto desdibujamiento de la lucha contra la violencia de género. Evidente es la existencia de un enfoque de género, más no una ideología de género, en este elemental distingo radica una aclaración importante. La ausencia de canales de difusión mediática, académica y organizacional, silencia muchas veces el clamor y las propuestas que emergen desde las sociedades civiles y sectores sociales organizados. La espectacularidad del tema y sus consecuentes réditos políticos da lugar a una permanente cooptación de mujeres expertas en el tema por parte de gobiernos y organismos internacionales que ven en el “feminismo” una divisa de fácil transacción política. La fragmentación de miradas al interior de los movimientos de mujeres, acentúa una estéril lucha interna y desarticulación de propuestas. Por último, el radicalismo a ultranza en ciertas posturas feministas las alejan de los movimientos populares, aliados naturales de la lucha de reivindicación política, social y económica de los pueblos.
Es hora de una conjunción sumatoria de voluntades para erradicar la violencia contra la mujer. En esa gesta colectiva es imperativo identificar un solo enemigo principal: un sistema basado en la explotación laboral, intelectual y sexual del género humano.