En tiempos de incertezas, añoro los días del arcoíris. Esos días de protección hogareña, de regazos maternales y apego familiar. Este 24 de noviembre, Maria Elena, mi madre habría cumplido un año más de vida; sin embargo, a nueve años de su partida, cumple un año más de vida espiritual en la evocación de su memoria siempreviva.
Con su retrato en mis manos, me preguntó qué debo agradecer a la vida al haber tenido una madre como la que hoy añoro. Y la respuesta emerge de la memoria amorosa que guardo de Maria Elena, sentada a la máquina de coser, bordadora incansable, me recibía en sus faldas con la algarabía que brinda el amor.
Gracias a la vida que me dio tanto de aquella mujer luchadora que siempre tuvo la certeza de su maternidad a toda prueba, convertida en manto de protección irremplazable, en coraza ante el infortunio y en bálsamo que sana las heridas de la vida, del amor y de la muerte.
Maria Elena era la mujer aguerrida que defendió sus principios a capa y espada, cuando una sociedad machista, retrograda y moralizante quiso juzgarla por su maternidad sin papeles y sin tapujos. Ella era la nave que emerge de la bruma con luz propia para disipar la opacidad de un tiempo de soledades. En esa autonomía de su fuerza espiritual y física transitó la vida como un ser generoso, dispuesta a tender una mano al prójimo en señal de vocación cristiana.
Su dulce sentido del humor, unido a la aguda ironía que le hacía reírse de su condición de mujer sola, de amante consecuente y madre sensitiva. Ella fue faro, amiga y protectora de su único hijo que parió desafiante contra todos los prejuicios familiares y sociales. Había elegido por padre de su hijo a Vicente, el escritor comunista y profesor primario que escribió para niños, versos de ronca ternura y cuentos que daban cuenta de su condición de injusticias.
Maria Elena amó como mujer y madre hasta el final de sus días, con ese amor multifacético que, en definitiva, estaba hecho de un único sentimiento por el ser humano. En sus últimos años cuidó enfermos con el acompañamiento amoroso de velar por sus postreros sueños.
Diversas son las imágenes que guardo de Maria Elena en mi memoria poética. Su risa en plenitud durante reuniones familiares, el rostro sereno cuando oraba consigo misma, un rictus de dolor en nuestro último encuentro el invierno del 2006, en el aeropuerto de Santiago.
Alguna vez escribí que la muerte no existe, cuando uno aprehende la esencia del ser amado y la convierte en paradigma vital. Eso me sucede con mi madre. Ella, en su didáctica del amor me enseñó la lucha tesonera del día a día, el desinterés por las cosas materiales, una mística convertida en férrea fe en mí mismo y su irrenunciable amor por el próximo. Este 24 de noviembre elevo una plegaria por Maria Elena, la mamadre. La siempre viva.