Me alojé en un hotelito de Mestre, cercano a Venecia. Todo bien, incluso el tranvía, que había reemplazado al viejo bus de la otra vez, era cómodo y puntual. Pasé esos días venecianos, enloquecido con tanta belleza imposible. “Agua y tiempo, me decía”. Luego corregía: agua, tiempo y belleza”. Llegó la hora de tomar el tren para Florencia. Gran problema, el taxi que dizque me llevaba a la estación de Santa Lucía no me dejó en ella. Obvio, los canales y callejuelas de agua convierten a la estación en una pequeña fortaleza a la que no se puede llegar por una vía normal. Me encontré con mis pesadas maletas de ropa innecesaria y libros para regalar, sin saber qué hacer. Alguien me dijo que esperara, que ya vendría alguien a ayudarme. Media hora después llegó un gitano enorme, con un anillo en la nariz, ebrio, los ojos de un verde desvaído, el aliento alcohólico de dragón, con una carretilla adaptada para llevar maletas. Entre resoplidos e interjecciones, empujó su carromato por las gradas del largo puente ultramoderno de Calatrava, que conecta tierra firme con la ciudad, y sus escalones de vidrio verdoso, que el paso incesante de los turistas han deslucido prematuramente. El alma vieja de la ciudad lo ha ganado ya para sí.
El gitano me llevó por una calleja, sobrellevó otro puente y se detuvo a la entrada de la estación en donde otra escalera me esperaba. Dijo que hasta allí su trabajo estaba completo. Que la policía no le permitía ir más allá. Que, con suerte, alguien me ayudaría.
Otra espera desesperada. De pronto, como venido del aire, asomó un negro espigado, mirando a uno y otro lado, con una desconfianza profesional casi y, sin decir nada, se puso al hombro la maleta de 25 kilos. Yo le señalé las ruedas. Accedió a arrastrarla por los vericuetos llenos de almacenes y oficinas llenas de pasajeros de todas las razas.
Hablábamos con señas. En un momento, necesité ir al baño. Debía comprar primero un café para que me lo prestaran. ¿Y mis maletas? De algún lado, asomó una muchacha que se ofreció a vigilarlas. Yo pensé que era una agente del servicio antidrogas que me seguía a todas partes por mi equipaje acaso sospechoso. O, para peor, que era una aliada del negro y que, entre ambos, se repartirían mis cosas. Creo que nunca he orinado con tal velocidad. Salí y, para mi sorpresa, allí estaban mis maletas. Le pregunté que cuánto le debía y me dijo que nada. Le pregunté que si pertenecía a la estación y me dijo que solo era una estudiante y se fue. Se veía que trabajaba como ángel de la guarda para evitar que los migrantes hicieran sus fechorías. Había que hacer una cola para certificar mi boleto de tren. El negro me ayudó con el trámite. Luego llevó mis benditas maletas por los vericuetos y andenes de la estación. Como me sobraba tiempo, fuimos a una mesa del bar y le brindé un capuccino con profiteroles. Sentado frente a él era la primera vez que lo veía de verdad. Tenía un rostro joven pero como ausente. Neutro y escéptico. Nada de dramatismos ni angustias elocuentes. Ni tristezas ni nostalgias. Nada. Una máscara veneciana más.
Intenté preguntarle de dónde venía. Entre su jerigonza bronca y vacilante, brilló la palabra Mali. Recordé mis lejanas clases de francés. Se llamaba Muhamed. La guerra civil de su país lo había traído a las costas italianas. Con el gesto de quien empuña una pistola, me dijo que había sido soldado o pistolero, no entendí bien. Que ya no tenía a nadie allí. Que a todos los suyos los habían matado. Incluso a sus padres. Para que no lo mataran también, había salido a Siria y a otros lugares también asolados por las guerras. ¿Y tú has matado? Dije y me sentí idiota por preguntar obviedades. Por fin encontró la patera que lo trajo a través del Mediterráneo. Que vagó por toda Italia hasta que, por fin, pudo quedarse en Verona. “Romeo” empecé a decir. “Julieta” completó. Ventajas del turismo pensé.
El problema era que tenía que ir y volver de Verona en donde lo alojaba un amigo. Diez euros por viaje. Con eso de cargar maletas no siempre los reunía. Pero era lo único que podía hacer. Le tomé una foto y se sobresaltó. Le dije que si podía grabarle una canción de su tierra y accedió, ahora más tranquilo. Empezó a cantar -y es un decir- con una voz arenosa y destemplada. Nunca serás cantante pensé. Entreví en sus ojos el paisaje lejano que debía estar mirando mientras se ayudaba con un tamborilleo de dedos nerviosos sobre el celular, la única posesión inevitable de los desposeídos de hoy. Para que se callara -no fuera a ser que el concierto terminara en llantos y no solo de él-, le pregunté que si trabajaba en algo más y con un gesto de hombros y cejas alzadas me dio a entender que en lo que le ofrecieran. Comprendí que Muhamed era un esclavo. Salvo el detalle de las esporádicas monedas que recibía, era un completo esclavo. No le quedaba otra cosa que obedecer lo que mandaran quienes tenían esas monedas. Creo que sin otro límite que el miedo.
Por fin llegó mi tren. Muhamed cargó mis maletas hasta dejarlas dentro del vagón. Le pregunté por su pago. Lo que quiera, me dijo. Le di un billete de diez euros. Abrió los ojos como platos. Rió. Levantó las manos al cielo y se fue diciendo “grazie, merci, capo; grazie, merci, capo”. Debí darle cien. Pero yo también tenía que cuidar mis euros.
Más de un millón de gentes como él han cruzado el ahora fatídico Mediterráneo, desde Africa, huyendo de las guerras, hay que decirlo, propiciadas por un Occidente obsesionado con destronar las dictaduras que fueron sus aliadas y , de paso, obsesionado con quedarse con sus pozos petroleros. De los cientos de muertes que provoca esa migración, el 73 por ciento son causadas por los naufragios de las llamadas pateras. Para que el negocio sea completo, con esos desheredados, esas almas en pena que son los migrantes -el nuevo proletariado del mundo, sin duda alguna-, los países europeos consiguen, en principio, una gran mano de obra barata, que amenaza las conquistas básicas de los trabajadores y, también, de otro lado, logran rejuvenecer sus viejas poblaciones que ya están al borde de la decrepitud.