Por Silvia Vera Viteri
Si partimos de la comprensión originaria y medular de corrupción como el hecho de vulnerar principios éticos asumidos por una sociedad de acuerdo con su tratamiento axiológico, y que devienen sustanciales a la conducta de los seres humanos, afirmaríamos que toda transgresión a esos valores constitutivos, cae en el círculo corruptor.
Sin embargo, hay que distinguir la sutil línea que separa al sistema de valores de la normativa legal que suponemos persigue justicia y equidad en el desenvolvimiento social. El desobedecimiento a la última sobre la base de parámetros procedentes se determinan como contravenciones o delitos.
No obstante, existen artilugios y redes desde una moral de elástico para evadir normas inconvenientes; de otro lado, en ocasiones debido al direccionamiento en la elaboración de la jurisprudencia, o por la facultad interpretativa respecto de ella, no necesariamente cumple su cometido, por lo que su inobservancia puede guardar mayor relación con la legitimidad, incluso con la humanidad, que con la legalidad.
Vivimos el engaño social como una práctica normal en correspondencia con la lógica capitalista, buen ejemplo, entre muchos, el de la publicidad comercial cuyo propósito y tarea primordial, es conquistar, a como de lugar, a cada vez mayores cantidades de audiencias, convencerlas por encima de la realidad, contrarrestar su capacidad crítica, de manera que disfruten el espejismo de la circularidad y se lo apropien como modo de vida deseado: producir – comercializar – consumir – desechar – producir. Mentir para mantener el ciclo vital. Esta reproducción al infinito requiere un consentimiento inconsciente (¿?) y masivo del dolo. Habituación con un ambiente enrarecido.
Pero aceptemos que en líneas generales, la violación a la norma para beneficio personal se ubica como corrupción, y que la mayormente visibilizada en nuestras sociedades refiere los hechos en la esfera pública donde se manejan dineros y bienes que pertenecen a todos. Esta perspectiva de unilateralidad posibilita incidir en un imaginario que destaca la eficiencia en la esfera privada, donde se manejan dineros y bienes propios, lo cual es de suyo una falacia.
Frente a ello, la necesidad imperiosa de la lucha por erradicar esta lacra es innegable como innegable es su carácter sistémico y estructural, pues el orden económico mundial está diseñado de modo directamente beneficioso, lucrativo y provechoso para las élites financieras, generalmente de carácter privado, por lo cual contiene en sí mismo el gérmen de injusticia e inequidad, lo lleva en sus entrañas, es el huevo de la serpiente que se engendra y multiplica incesantemente.
El convencimiento de que no queremos robar cuando es posible, ni delinquir para ganancia propia cuando los límites lo permiten, no falsear y medir consecuencias, de no contribuir con el deterioro moral a pesar de la permisividad del entramado que nos rodea, no fracturarnos internamente aunque nadie se entere de la transgresión, se asienta en una moral de sustento ética que no se instrumentaliza a conveniencia, y por tanto no precisa justificarse.
No olvidemos que la ética individual se construye en relación directa con la ética social, y viceversa, y en ese intercambio hay valoraciones susceptibles de sucumbir, entonces la integridad personal resulta de un permanente enfrentamiento a los embates de un hábitat pernicioso que oferta gangas en las ferias prometedoras de solvencia económica.
Y es en este contexto ambivalente que la utilización de la lucha contra la corrupción como bandera y estandarte, profundizó una de sus aristas más letales y se convirtió en arma política en situaciones en las cuales ciertas parcelas olvidan la urgencia de su combate real, y pasan raudas y veloces en la disputa del poder a conseguir la prevalencia de sus intereses de cualquier modo y a cualquier precio, para anular o neutralizar adversarios que de otro modo no pueden ser vencidos.
Conocemos que últimamente en América Latina, desde oscuras interpretaciones, una orquestación de mala pero sonora y pegajosa música suena a altos decibeles para frenar el avance de gobiernos progresistas que lograron imponerse al neoliberalismo, como siempre digo, una de las versiones más perversas del capitalismo.
Es un penal a plena luz del día, de cámaras y con la vista de árbitros y jueces de línea.
Pero la ventaja ilegítima que proporciona esta práctica, tan antigüa como la civilización occidental, generalmente no considera la descomposición moral presente en las formas implementadas para la instrumentalización, pues posee alta propensión y capacidad de distorsión en el solapamiento y el encubrimiento. La apariencia. La imitación de la vida. La vista gorda.
¿Qué pasa, por ejemplo, con el zigzageo ideológico y político fundamentado en la hojarasca de la retórica? ¿Con la palabra validada exclusivamente en la búsqueda de rédito y utilidad, que desaira y menosprecia la confianza, la fe pública, burladas aun antes de haber sido entregadas? ¿En qué clase de moral se sostiene la prerrogativa de obtener adhesiones y favores sobre la base del escándalo, la deshonra y la difamación de quienes sirvan para el efecto? ¿Cómo se puede asumir sin mínima alteración la cobarde felonía?
No son hechos fortuitos ni azarosos. Parecería que en un mundo que gira alrededor del dinero y no del sol, la desintegración moral personal a nombre de intereses económicos, actualmente leiv motiv de la política, es asunto de menor jerarquía en el juzgamiento público.
Corrupción no tipificada. Autoatentado a la dignidad. Devaluación y negación del honor personales. Camuflaje en la danza de máscaras. El simulacro vivido como realidad.
Frente a ello, sobran argumentaciones aliviadoras de conciencias que les permiten sobrevivir sin culpabilidad ni responsabilidad en este fermento. Sin embargo no alcanzan para tapar el mal olor de la putrefacción.
El Ciudadano Kane intentó recuperar a Rosebud, demasiado tarde. No cometan el mismo error.