Cuando el signo de nuestro tiempo es el individualismo mezquino, la zona de confort desde donde no se ve al otro en su drama singular, conmueve abrir las páginas de un poemario –Naufragio de la Humanidad– en que los migrantes del mundo -náufragos- ahogan un grito de justicia y humanidad, en la voz poética de un latinoamericano como Kintto Lucas.
Lucas, migrante uruguayo -arraigado en el país equinoccial desde hace algunas décadas- levanta su voz serena, pero urgente; desazonada y cuestionadora, sin falsos lamentos, que apunta certera al corazón y a la conciencia con un grito que brega por sus hermanos de naufragio.
En sus páginas sucumben los niños mediterráneos, porque desde Algeciras a Estambul el mar es un cementerio. Y la tierra prometida, un campo de desplazados de los escombros de Siria, y refugiados de los campamentos palestinos, olvidados de un dios que tomó partido por sus enemigos y en cuyo nombre invocan la muerte. Y los hombres y sus mujeres se estrellan contra un muro de la vergüenza en Cisjordania.
Los migrantes no son europeos y nadie los persigue por sus dioses o por sus demonios, solo son quienes tocan a tono de muerte sus tambores en las playas donde el mar arroja los cadáveres de los migrantes que no son europeos. Y mientras esto ocurre, los saharauis quieren la paz, y Marruecos impone la guerra, y en el Sahara luchan por la libertad derribando muros y murallas, nos recuerda Lucas en su poesía.
Kintto nos entrega sus versos, sin dejar de ser el ser parsimonioso que escribe como habla y habla como piensa, con serena pasión. Sus versos, diríamos, emergen de las aguas de una poesía, cuyas corrientes internas se mecen como en un mar después de la tormenta, en calma vencida por tanta tragedia y muerte infinitas.
Porque todos naufragamos cuando el cuerpo de Aylan Kurdi es mecido por las olas grises de un mar indiferente a su trágico final. Todos, de algún modo, extraviados de una convivencia social humanizada que justifique decir que formamos parte de la humanidad. La poesía de Lucas es un faro luminoso que alerta de aquel naufragio de la humanidad.
Lucas cree ser uno de esos poetas que dice: los poetas nos equivocamos a menudo. Pretendiendo mandar una carta agradeciendo al cielo, para que prevalezca el amor, pero en Siria el amor no prevalece después de trescientos mil muertos, medio millón de heridos y cinco millones de desplazados.
Y los condenados de la tierra son también de otras tierras. Por ejemplo, de México donde el agua de los ojos y el agua de los ríos es un torrente que ya nadie podrá parar, y en las favelas de Río, también dicen, que Dios, el Diablo y el Cristo Redentor son algunas de las ironías de Brasil.
Quién podría decir que la vida es bella, se pregunta Kintto en sus versos, y responde: no hay escape hacia la esperanza. Y este poeta nuestro no se equivoca, porque su poesía hace el inventario de ciudades desnudas, ciudades que se autodestruyen y cuenta historias destruidas en la historia de las ciudades. Porque sus versos insinúan que todos los muros son muros de lamentos, muros de almas perdidas y muros en el abismo, muros levantados y muros caídos, acaso, por una misma razón.
La poesía de Lucas es un faro luminoso frente al naufragio de la humanidad. Una luz que señala un único derrotero posible de humanismo. Su poesía sí es una botella en el mar con un mensaje de náufragos, aunque el poeta nos dice que “no sirve para nada”, sirve para decirnos que la nada tampoco sirve y que hay quien toma partido. Y aunque los sueños se rompan en la mitad, como sugiere en sus versos, no es admisible vivir entre escombros, sin que se deje ver una esperanza. Para eso sirve su poesía.