En días en que se respiran oficialmente aires de libertad, la sinceridad política se ha convertido en nuestra forma criolla de ser. Se reciben mesas servidas, pero con platos vacíos, se descubren cámaras espías de intimidades presidenciales, se revelan casos alucinantes de corrupción estatal, se envía a la cárcel a funcionarios públicos por pública sinceridad, se registran errores como cuestión ajena, se convoca a la prensa a denunciar lo malo y lo feo de un país bajo estado de sinceridad.
Vivimos en el país modelo, o mejor, en el modelo de país antes impensado. La sinceridad vigente invita a decir lo que se piensa -tantas veces- sin haber pensado lo que se dijo. La sinceridad no obliga a decirlo todo, sino a lo que se diga sea lo que se piense. La sinceridad es la raíz de todas las virtudes, a medio mundo gusta la sinceridad hasta que conoce a quien la práctica.
La sinceridad es el bumerang que hace ver la realidad de otro modo. La década ganada, ahora es década perdida; la otrora bonanza, ahora es crisis. Cuando algo se sincera, la verdad fáctica prevalece sobre la simulación o la mentira. La sinceridad obliga a conducirnos con certezas recién adquiridas, muchas veces amargas. Porque la cuestión de la verdad es mucho más compleja. La sinceridad puede ser también una máscara, la simulación campante, la hipocresía o el engaño. Decía Paul Valéry: Hay dos maneras de falsificar, una de ellas consiste en embellecer, la otra en aparentar la verdad.
Consultar al pueblo es un acto de sinceridad. En el pedir no hay engaño. Sinceridad es reconocer una consulta que envuelve dos preguntas en el paquete de otras cinco. Que son con sinceridad las que interesan. Lo demás es ornamento. La capa del torero antes de entrar a matar.
Si el frenesí por combatir la corrupción es prioritario para la investigación periodística los invitados al conversatorio presidencial lo habrían evidenciado. Y habrían sido invitados medios alternativos interesados en investigar. La agenda versó sobre cómo derogar la ley de comunicación y cómo implementar medidas económicas. La corrupción no es preocupación mediática sinceramente prioritaria. Su diagnóstico no admite discusión: los invitados saben que la corrupción es un fenómeno estructural. La corrupción está en el sistema, más allá de los nombres, pero se estigmatizan culpables sin presunción de inocencia.
En un periódico internacional se lee un editorial que resulta ser la radiografía colectiva de nuestros países, independientemente de la posición geográfica o política. He ahí nuestro denominador común: Parecen dos términos contrapuestos la sinceridad y la política. Se dice que el político más hábil es justamente aquel que no tiene congruencia entre lo que piensa, lo que dice y lo que hace. Esto se agrava cuando el sistema político en el que vivimos está corrompido en todos los sentidos. En lo moral, en lo fiscal, en su sistemática tarea en contra de las libertades ciudadanas y en burlarse de la dignidad de la gente. En su regocijo por destruir cualquier vestigio de democracia, en doblegar a un pueblo que ni les interesa ni les duele.
La esperanza es lo último que muere, primero lo hace la sinceridad. Cuándo exista la convicción en nuestras dirigencias de que los cálculos políticos no son para conseguir espacios de poder y se piense con sinceridad en el país, ese día será el primero de algo distinto a una réplica de mayores remezones. La sinceridad en su efecto se convirtió en demagogia.
Mientras la espesa purulencia política impida a la gente continuar normalmente con sus vidas, trabajar en paz, decidir su destino sin presiones ni privaciones, si es que eso se puede en la actualidad, habremos hecho un acto de convivencia sincera. Hasta entonces, seremos convencidos de que la sinceridad también puede ser un chivo expiatorio.