Cuando arribé a este lugar mágico tuve la extraña sensación de que éste se había vestido de fiesta para saludar mi llegada: ¡Qué maravilla!, expresé, al mirar un paisaje imponente que la naturaleza me brindaba como un obsequio para reafirmar mi fe en la existencia de un Ser Superior.
Le admiraba mientras el amanecer bostezaba, el sol se filtraba entre las nubes y la presencia altiva de volcanes y nevados, de nuestra zona andina, daban fe de este paisaje de ensueño. En mi diálogo conmigo mismo, concluyo que realmente: amo a la naturaleza !!!, observo esta joya natural con la fascinación de una devota.
Estaba frente a una laguna llamada Quilotoa, formada en el cráter de un volcán que erupcionó en 1799, un 4 de febrero. Quilotoa, palabra quichua, idioma de nuestros ancestros que significa quilo “diente” y toa “princesa”.
Lo realmente mágico de esta especie de caldera son sus colores, azul turquesa y verde intenso, que parecen estar en una danza eterna con el sol y las nubes, ya que sus aguas cambian de color dependiendo del lugar donde éstos se mueven. Según los guías turísticos, este detalle se debe a la sal y el azufre depositados en el fondo de la laguna.
El diámetro del cráter o laguna es 3.15 Km. y su altura 3919 metros sobre el nivel del mar. Este sitio posee un clima aproximado de 10 grados centígrados, sus aguas de 5 a 15 grados. A veces se puede observar burbujas de gas carbónico en la superficie de la laguna.
Para llegar a este lugar tuve que recorrer 3 horas desde Quito: llegué a Latacunga, (provincia del Cotopaxi), una ciudad enclavada en la Sierra Central ecuatoriana, luego pasé por Pujilí, ascendí al páramo y llegué a Zumbahua. De aquí, en 10 minutos estuve en la cima del cráter.
Para llegar a la laguna hay que descender por un sendero durante treinta minutos a pie o a caballo. Este sendero es muy empinado, lo que constituye una experiencia emocionante para los jóvenes. En las orillas de la laguna hay botes para recorrerla. También se puede bordear el cráter en aproximadamente 4 horas, todo esto con la conducción de un guía.
Alrededor de la laguna existen una decena de hostales y paraderos para alojar a turistas nacionales y extranjeros. Los costos de atención fluctúan entre los 20 y 30 dólares diarios. También hay un mercado que ofrece artesanías, en su mayoría son de lana y cuero, unas originarias de la zona y otras provenientes de la comunidad de Otavalo.
La comida es preparada con los productos que ofrece el lugar: papas, choclos, habas y carnes de conejo, cuy, chivo o cerdo. Por primera vez probé un té de hojas de coca para abrigarme toda vez que el frío era tan intenso que necesitaba algo que lo aniquilara.
A decir de Francisco Umajinga, morador del sector, los meses en los que el sitio se llena de visitantes son julio y agosto, pues coinciden con las vacaciones escolares de la sierra ecuatoriana. También, los visitantes son extranjeros que gustan de la naturaleza.
Recorrer tres horas para llegar a este sitio no es nada aburrido. Al contrario, en el camino sentí que la brisa templada que recibía barría el tedio y las preocupaciones que llevaba a cuestas. El aroma de la tierra recién sembrada, el silencio de los paisajes andinos, los campos multicolores y ese cielo añil hicieron que me reconciliara con la vida.
Al llegar a la Latacunga, ciudad situada al sur de Quito, recordé la fama de sus fiestas folclóricas, en especial, la “Mamá Negra”, que tiene dos celebraciones: una indígena en septiembre y otra en noviembre protagonizada por los mestizos. Las dos en honor a la Virgen de la Merced, quien según sus devotos les protege del Cotopaxi, volcán activo, vecino de la ciudad.
A propósito de este volcán, es uno de los más altos del mundo, 5897 metros sobre el nivel del mar. Su pico es perfectamente cónico. Es la tentación de los visitantes extranjeros que llegan al país pues la mayoría se arriesga a escalarlo. Existe un refugio a 4.800 m de altura al que suben los más osados, siempre con la guía de un experto y una preparación previa para resistir la altura, el frío, la oscuridad, la luz de la nieve y el entorno natural. A la cima sólo ascienden los expertos con equipos especiales.
Luego pasé por Pujilí, una ciudad muy antigua, situada en pleno páramo de la Cordillera Occidental de los Andes, tierra de gente dedicada, en parte, a la agricultura y la alfarería. Empero, actualmente, lo más sobresaliente son sus fiestas de Corpus Cristi o Inti Raymi, celebradas en el junio, en agradecimiento al Sol por los frutos cosechados.
Esta fiesta ancestral recoge las manifestaciones de religiosidad popular: una mixtura entre el catolicismo y sus creencias propias. Lo más llamativo son sus danzantes; es decir gente que decide vestirse de una manera particular y al son de música entonada por bandas de pueblo, danza por horas hasta la extenuación.
Respecto a la alfarería de Pujilí, es conocido que en las ferias populares, los artesanos venden sus obras de barro o cerámica, que, en su mayoría, son utensilios para el hogar: ollas, tiestos, macetas o juguetes para niños. También máscaras decoradas artísticamente.
Casi al llegar a Zumbahua, pasé por Tigua, un pueblito que se destaca por sus pinturas mundialmente conocidas, por su estilo naift. En ellas se reflejan aspectos de la cultura indígena, sus creencias, tradiciones, la vida diaria en el páramo. No faltan en ellas los animales que les acompañan en su cotidianidad: llamas, ovejas, burros, mulas, caballos, etc.
En fin, luego de esta visita a la laguna del Quilotoa, cuna milenaria de nuestros indígenas, me sentí insuflada de energía. Y es que, así, es la naturaleza en su estado puro, capaz de entregar un hálito de paz y vitalidad.
De ahí que, quiero invitar a mis lectores para que nos visiten. Ecuador tiene una naturaleza pródiga de sorpresas. Desde playas extensas hasta una selva plena de biodiversidad. Y qué decir de nuestros Andes cuya galería de nevados y volcanes parecen saludar el paso de los viajeros.
Vengan les estamos esperando con un una sonrisa y un abrazo interminable.
Fotografías Eva Rocío Villacis