Estamos condenados a ser libres, dejó escrito J. P. Sartre. No obstante, esta afirmación en esencia humanista, es desdicha bajo ciertos estatus políticos excluyentes y somos condenados a no serlo. Y lo dice alguien que está convencido de que los caminos de la libertad son infinitos, que la libertad humana no tiene límites. No habrá manera de no ser libres, a condición de que la libertad sea en esencia la opción de elegir. La posibilidad de optar por uno u otro camino, por uno y otro gobierno. Diremos, sartreanamente, que en la obligación insoslayable de elegir radica la condición sine qua non de la libertad, porque hasta para decidir no ser libre, hay que serlo. Y esa opción es la que reclamamos: la de llenar la vaciedad existencial de ser o no ser.
Aterrizando sobre un campo yermo, sin obstáculos de comprensión, el tema es más simple. Quiero ser libre para decidir serlo, sin la sombra del tirano que nos obligue a obedecer sus designios. Conste que mandar y obedecer es lo mismo, porque el más autoritario manda en nombre de otro. En ese caso, literalmente la cadena de repetidas represiones, reprime la libertad. Tal es así que, quien silencia al otro, es porque primero fue silenciado por su amo. Será por eso que siempre hay quien hace el juego sucio, aquel que mancha y desprestigia como un estigma en la frente.
¿Quién puede estar detrás de la orden de censurar, previamente, los escritos de los columnistas de diario El Telégrafo? ¿Quién manda en la tramoya? Queremos pensar que no es el presidente Lenin Moreno, ni su ministro de gobierno, ni el jefe de la policía, ni el director del diario, ni el editor político de El Telégrafo, ¿entonces quién? Preferimos pensar que no es una política pública del medio público censurar a sus editorialistas, borrarlos de la nómina, hacer de cuenta que no nacieron en este país del diálogo. Queremos pensar que se va a rectificar un error involuntario, restableciendo el derecho de Lucrecia Maldonado a seguir perteneciendo a la nómina de ediorialistas del diario.
Ser libre es estar consciente de aquello que necesitamos. Mas o menos en esos términos se nos declara que la libertad es, precisamente, la conciencia de la necesidad. Y esa afirmación del viejo Marx viene al caso, puesto que necesitamos informar como comunicadores, y nuestros lectores necesitan saber que hay diversas opiniones y optar por la que mejor le plazca, sobre esto o aquello. No es un simple capricho, ni un lujo intelectual para iniciados, poder decir lo que pensamos. Porque no escribo lo que veo, sino lo que pienso, y en eso radica mi libertad de expresión. Y, como el marxismo no ha sido superado, en la medida de que las causas que lo hicieron posible no han sido superadas, nos abocamos a resarcir nuestra conciencia de la necesidad elemental de expresarnos y dejar que los otros se expresen libremente.
Si. Estamos hablando de la libertad de expresión que hace posible la libertad de prensa. Esa prostituida damisela que sucumbe ante los apetitos voraces de los poderosos, claro, bajo una sociedad corrupta y dictatorial. Esa libertad a poder investigar, informar sin ningún tipo de limitaciones o coacciones, como la censura previa, el acoso o el hostigamiento. Esa posibilidad que es la libertad civil y política, relativa al ámbito de la vida pública y social, que caracteriza a los sistemas democráticos y es imprescindible para el respeto de los demás derechos. La posibilidad de organizarse y crear medios de comunicación independientes del poder gubernamental, en los cuales tenemos derecho de expresarnos libremente y sin censura.
Pero, ¿qué sucede cuando la conculcación de esa libertad de expresión proviene de los medios públicos llamados, precisamente, a cuidarla como hueso santo? Sin duda, la cosa se pone rancia, y es posible que no entendamos nada, porque la lógica deja de funcionar cuando un medio estatal que debe representarnos a todos incurre en la torpeza, por decir lo menos, de no dejar que su editorialista reflexione por nosotros y con nosotros y lo silencia bajo censura previa. Uno de los mecanismos más directos para amenazar la libertad de prensa es a través de la censura previa. La censura previa consiste en prohibir la difusión de determinados contenidos por decisión de censores oficiales, es decir, funcionarios designados por el Estado para ejercer control sobre la naturaleza de los contenidos que los medios difunden al público.
No queremos pensar que vivimos un clima análogo a los viejos regímenes fascistas. No, porque nuestro presidente Lenin Moreno, que es de todos los ecuatorianos, -más aun de aquellos que lo elegimos, sin que esto nos otorgue privilegios-, ha dicho que respiramos un clima de libertad. No queremos pensar que volvimos a la guerra fría, esa sin disparos, pero con muertos y heridos de consciencia. El nuestro no deja de ser un reclamo ético, anclado a una posición política cívica pro país. Y como tal debe ser entendido. No estamos interesados en que fracase el gobierno o que el presidente sea defenestrado. Eso no conviene a nadie en un país que necesita paz, diálogo y productividad de bienes materiales y espirituales. Y entre los bienes del espíritu que hoy necesitamos, está en primer lugar, más libertad.
Desde esta tribuna libre, instamos a un gran reencuentro con la libertad de expresión. Amerita un debate nacional sobre sus dimensiones, limitaciones y perspectivas. No neguemos al país lo que el país nos reclama: tolerancia inteligente que se traduce en inteligencia tolerante que permite convivir con el otro, entender al otro, aceptar la diversidad. Y, como comunicadores, propender a la infodiversidad, a la mirada múltiple del contraste de fuentes.
No queremos cantos de cisne, ni cantar para morir, porque parodiando a Neruda, para nacer hemos nacido. Que me condene la libertad, la opción a no serlo, y no la falta de ella. La libertad está en ser dueños de la propia vida. Rechazamos la idea napoleónica de que la libertad política es una fábula imaginada por los gobiernos para adormecer a sus gobernados. No, porque creemos en ella. La libertad primero hay que aceptarla, después planificarla y, finalmente, disfrutarla.
Le debemos mucho a la libertad. La opción de el libre juego de las ideas, puesto que no hay nada más libre que el juego. Le debemos algo más complejo, pero vital: la conciencia de nuestra necesidad, la ética de la resistencia ante el poder, la intuición certera de que las palabras abiertas son actos libertarios, la clarividencia de que no somos anacoretas magullando una libertad individual, sin reclamar la libertad colectiva. Le debemos el compromiso de luchar por una sociedad más humanista.
La libertad no consiste en tener un buen amo, sino en no tenerlo, decía Cicerón, y tenía razón. El primer deber de un hombre es pensar por sí mismo. Por eso nos rebelamos ante el espurio intento de conculcarnos la libertad. Nos rebelamos sí, porque la única manera de lidiar con un mundo sin libertad, es llegar a ser tan absolutamente libre que tú misma existencia es un acto de rebelión, como nos dejó escrito Albert Camus, ese otro gran sartreano iluminado.
Fotografía Miguel Balderrama