El aroma de la carne asada cruza la calle Matovelle y las señales de humo me conducen al carrito de Juan. El vendedor de pinchos, afanosamente, embetuna de chimichurri los trocitos de carne ensartados en los palitos, en cuyo extremo corona una papa ahumada a las brasas. Es una tarde apacible en la esquina de la Matovelle y Venezuela, sin embargo la calma se verá alterada por la algarabía de los chiquillos que salen de la escuela Mejía. Los mozalbetes escolares son clientes frecuentes de Juan, comensales callejeros que disfrutan un pincho de pollo o de carne por cincuenta centavos, celosamente conservados para la hora vespertina del pincho. Y si el hambre mata, pues se lo aplacan con un pincho de dólar cincuenta, servido sobre un platillo de metal ovalado y embadurnado con mayonesa casera.
La humareda fragante abre el apetito, y la conversación con Juan abre la curiosidad por conocer quién es este vendedor de carne asada en palitos. Juan Zhinin cuenta que vino hace ya ocho años desde Cuenca, pero su acento es de un perfecto quiteño. El repara en el mío, y pregunta por mi procedencia; como siempre, digo que soy de Ecuador, porque este país me adoptó, pero no me cree. Termino reconociendo mi nacionalidad de origen, pero exalto la adoptiva. Juan sonríe.
Su historia comienza con una confesión de combate: Estoy aquí ocho años, luchando. Me fijo en sus ojos, y su mirada confirma su arenga por convicción. Por encima de su hombro se recorta el perfil, -allá, dos cuadras distantes- de las torres de estilo gótico tardío, de la basílica de la ciudad. Su historia, tiene mucho en común con aquellos saltimbanquis medioevales que transitaban los extramuros de templos igualmente imponentes: iban de feria en feria, como Juan, de bocacalle en bocacalle, vendiendo cabriolas de humo y palabras.
Pero Juan vende pinchos, unos cien cada día, según dice. Aprendió el oficio hace diez años de la sazón de su ex jefe, un asadero profesional y, desde entonces, emprendió el negocio propio con ayuda de Sonia, su segunda mujer que procreó dos hijos, luego de divorciarse de la primera que le dio tres vástagos. Cada tarde, Juan baja del barrio Toctiuco, un caserío encumbrado en las faldas del Pichincha, cuyo nombre significa hueco de nogales. Se ubica en la calle Matovelle, una cuadra detrás del Colegio Mejía, con un carrito metálico que es una parrilla ambulante y allí atiza las brasas de carbón para asar la carne en palito.
El negocio de vender pinchos a duras penas le da los recursos para educar a sus cinco hijos. Esta tarde lo acompaña Antony, el mayor de 15 años, un camarada de laburo y socio productivo de su padre. Mientras Juan esparce el chimichurri sobre la carne cruda -hecho por él mismo, de apio, ajo y perejil-, el muchacho vigila que los pinchos que están sobre las brasas, salgan en su punto. Mientras Juan cuenta su historia, una pareja solicita el tentador bocadillo callejero, y sonríe escuchando las intimidades de Juan que dice que solo estudió en la escuela primaria y muy joven empezó a trabajar y que para eso no se necesitaba título.
–Este carrito lo mandé hacer por 250 dólares, pero hace ya tiempo, ahora cuesta más, pero es mi herramienta de trabajo. Aquí hago pinchos de carne y de pollo, con papa y maduro.
La jornada cotidiana de Juan, empieza muy temprano por la mañana. A primera hora lleva a dos de sus hijos a la escuela y, luego, comienza a faenar la carne y armar los pinchos en el palito. Su oficio es incierto, sin seguridad social, y con trabas para conseguir un permiso municipal, porque la ordenanza exige ser asociado a una organización gremial.
-Para mí está bien dura la cosa, no hay trabajo. La situación económica no esta bien. Yo vengo luchando para que nos den los permisos, pero no dan. A mí me multaron en 185 dólares, son bien abusivos los policías municipales. Una vez estaba vendiendo con uno de mis hijos -Marlon- que tiene 75% de discapacidad física y me cogieron con él, nos querían quitar la mercadería y terminó en el suelo. La gente de la escuela me ayudó, y por eso no me quitaron la mercadería, porque la gente protestó. Pero a mí me cogieron, como coger a un delincuente, y me arrastraron de las manos, y todo se cayó al suelo y perdí, desperdicié los pinchos.
-Ojalá nos ayuden para poder sacar los permisos y poder trabajar para darle el estudio a mis hijos y todo lo que necesitan.
Por las noches, Juan, guarda el carrito en un garaje aledaño y, a la mañana siguiente, trae de su casa en Toctiuco, una jaba con los pinchos listos para las brasas. El fin de semana, los sábados por la tarde, se ubica con el carrito ambulante en una cancha del parque, unas cuadras más arriba, subiendo por la empinada callejuela Matovelle que parece conducir al cielo. Pero se confiesa acostumbrado a este barrio de casas empotradas con capricho en la loma, de negocios familiares, febriles imprentas y colegios de tradición. Un día vino, le gustó y se quedó para perfumar las callejuelas empinadas con el aroma del humo de sus pinchos asados.
Es la hora vespertina. Una luz mortecina difumina el contorno de los elementos. Esta tarde apacible es alterada por la algarabía de los escolares que salen de la escuela del Mejía. Juan sonríe, y se prepara a complacer a sus clientes en la esquina de los pinchos de la Matovelle. Sus exigentes comensales callejeros tienen la palabra…
-Si se vive, con esto de los pinchos, mantengo a mis hijos y ahí paso… dice Juan, mientras tatarea una canción rocolera de su gusto preferido…Humo en los ojos, niebla de ausencia, que con la magia de tu presencia, se disipó…
Fotografías Leonardo Parrini