Entre la moral y la política existen relaciones incestuosas, debiendo reconocerse hermanas consanguíneas, se violan mutuamente. Parte del éxito del discurso populista se debe, en gran medida, a la utilización demagógica de las emociones que apela a las bajas pasiones o a una elevada sensiblería humanas. Es lo que Goebbels llamada el sentimiento femenil de la masa, y que había que explotar, sin consideraciones éticas, pero sí políticas, en los discursos de posicionamiento del líder nazi Adolfo Hitler.
El humor o la tristeza, son entonces parte del discurso social que echa mano de prejuicios, atavismos, resentimientos y temores del individuo. Y de verdad, pocas veces apela a la conciencia, o a la experiencia cognitiva, como recurso para movilizar a los individuos desde su pasividad e indiferencia, hacia la participación ideológica y organizada de la política.
Existe una trampa cuando proponen -como dice mi amigo Agustín Rivadeneira, artista del diseño gráfico- “hacer que se piense desde la moral y se olviden de la política”. Diríamos que una doble trampa se complementa cuando, además, sugieren hacer que se piense la política desprovista de moral. Dos caras de la misma moneda, con un vacío conceptual de una ética -ausente- que amalgame, como un todo, a la teoría y a la praxis política. Entonces la política vista desde la moralina implica juzgamiento a priori, o al revés, aceptación acrítica de los gobernantes. Prejuicio que se explica, a partir de que la moral distrae a la política.
Las consecuencias saltan a la vista. La propuesta de ver a las acciones humanas, a través del prisma de la moral olvidándo la política, equivale a la acusación prejuiciada de quien juzga el bien o el mal, sin analizar sus causas e implicaciones. La política, vista desde la moral, es sinónimo de conmiseración y sensiblería discursiva de un Estado que soslaya la responsabilidad de administrar un país con políticas públicas. Un régimen que evade su rol conductual y delega el manejo de la cosa pública a la motivación emocional de los gobernantes. Entonces la masa identifica, acríticamente, el buen presidente, el progresista empresario, el magnate altruista; o, caso contrario, el mafioso, el traidor, el malo de la película. Amerita decir que ambos extremos forman parte de una misma fauna populista inorgánica, a la que difícilmente se puede pedir rendición de cuentas, porque no responde ante nada y ante nadie.
Los medios de comunicación reproducen, precisa y cotidianamente, el drama de gobernantes y gobernados enfrentados a la encrucijada de ser más o menos emotivos, más o menos racionales a la hora de entender la realidad de un país que, en un periodo histórico pasado, se burlaba de sí mismo, reconociéndose sentimental y agrario. En este punto de máximo alejamiento entre la política y la moral, desconociéndose hermanas consanguíneas, caben todas las desviaciones en la praxis del poder: corrupción, traición, nepotismo, oportunismo, etc., de quienes se suman a él para valerse de sus encantos. Mientras más alejada se muestre la política de la moral, mayor grado de descomposición social, mayor manipulación de las masas femeniles.
Tanto que en las esferas del poder, dirigentes y dirigidos juegan a escuchar al oráculo esotérico que especula, no al líder preclaro que orienta, conduce y moviliza. Juegan el sucio juego de la condena previa o del perdón y olvido, sin que exista evidencia de culpa o inocencia del juzgado. En esas prácticas, en su máxima expresión de sandez, el discurso trivializa los hechos y los hace aparecer en el anecdotario político cotidiano de una caja de resonancia que amplifica lo anodino y se burla del otro con dudoso sarcasmo. El humor fácil del discurso político, funciona como prostituido ejercicio del poder, amparado en el latrocinio ético de un falso referente ideológico. ¡Vaya incesto entre moral y política!