En días de impostura conservadora, he vuelto a soñar con Marilyn Monroe. Soñarla en su esplendorosa belleza de diosa de placer carnal y espiritual, es la onírica transgresión a un tiempo de simulaciones. Renacida en sueños la veo venir con la melena dorada y vaporosa. Divina y alada la veo transitar las páginas de su triste historia de mujer fatal y belleza milagrosa y que releo una vez más. Y en sueños, en la provocación lasciva de su cuerpo deseado, todos los placeres son posibles.
Norma Jean Mortenson, la olvidada de sus padres, la chiquilla violada a los quince años, cuyo hijo indeseado dio en adopción sin apenas conocerlo. La niña que añoraba un hogar en ausencia de padre desconocido y madre psicótica que la abandonó en manos de amparadores sospechosos. La diosa carnal que hizo de su vida sexual otra forma de sobrevivencia y escape de su abrumadora soledad. La adolescente huérfana en donde la locura, ave oscura y peligrosa, rondaba siempre las cunas, de su familia, según versa Edgar Allan Poe. La niña bautizada evangelista y entregada al desamparo de todos los dioses.
La empleadita de tienda que modeló para fotógrafos de calendario. Norma Jean, nunca tranzó su alma antes de ofrecer su cuerpo, en primer matrimonio, a los dieciséis años. La esposa infiel que no esperó en el lecho al soldado Jim -el cónyuge que partió a la guerra-, mientras hallaba refugio para su desolación en otros amantes. La mujer-niña atraída por los hombres maduros buscando al padre que no conoció.
La actriz principiante que pagó con su esplendoroso encanto, las primeras pruebas ante las cámaras de la industria. La estudiante que costeó su aprendizaje de actriz con el único dinero que disponía para comer. Que, agobiada ante la desnudez de las luces, huía del set como de fuerzas malignas. La joven debutante que, luego de fracasar en sus primeros escarceos frente a la cámara, intenta suicidarse.
La diva que deslumbró a productores y magnates del negocio hollywoodense. Chantajistas que hicieron de Marilyn el fetiche de rutilante existencia a cambio de sexo. El mito viviente del cine hecho deseo y fulgor. La joven lesbiana seducida por su profesora de actuación, que creyó firmemente que no hay sexo equivocado, si en él hay amor. La devoradora de hombres que doblegó el machismo de los monstruos de la pantalla.
La niña que aprende a leer y fascina con su cultura insólita para “una tonta actriz rubia”. La diva esplendorosa que arrebató el sueño a millones de admiradores con esa coqueta sonrisa cinematográfica. Que despertó lujurias ocultas bajo el faldón alzado por el chiflón de un alcantarillado neoyorkino. La reina de fama que aborrecía el rodaje en los estudios y reconoció que, si era una estrella, la gente la había hecho.
Marilyn, la amante de turbios entreveros con políticos de trágicos y misteriosos crímenes. Mucho aprendió de contubernios, en secretas alcobas. Entonces para la CIA y el FBI, que le habían abierto expedientes desde 1955, hubo que silenciarla. La insomne suicida empujada, desde las esferas del poder, a la muerte con nembutal una fría noche en la soledad de su cuarto. La mujer que se llevó a la tumba información clasificada por el gobierno de la nación más poderosa del mundo.
La suicida que vivía colgada al teléfono y que nunca contestó la postrera llamada. Que acaso fue hecha a un número equivocado, como sugirió Ernesto Cardenal, el poeta de Solentiname, en su fúnebre Oración por Marilyn. La víctima con detalles de su muerte registrados en una grabación telefónica confiscada y descubierta al cabo de los años. La suicida del 8 de julio de 1964 que ocupó la cripta 33 del cementerio y que pidió en su tumba la inscripción: M. M. 28-23-36. Eran las iniciales de su nombre y las exuberantes medidas de su cuerpo. Nadie cumplió a Marilyn su último deseo de que en su lápida rezara el epitafio: “Here lies Marilyn. No lies. Only lays”. Y pocos saben que el primer hombre que la amó a sus 16 años, todavía envía dos rosas rojas a su tumba tres veces por semana.
Marilyn que estás en el cielo, en estos días de simulaciones regresas en mis sueños como una revelación verdadera. Eres la siempreviva subversión frente a tanta paz de cementerio. No invoco tu nombre en vano, placentero fantasma de mi adolescencia. Y tampoco sé, si dormido o despierto, pronuncio estos versos de Elizabeth Barrett B: ¿Cómo te quiero? Déjame que te lo cuente / ¡Te quiero con el aliento / las sonrisas, las lágrimas de toda mi vida! / y si dios lo quiere así / te querré mejor después de muerta.