Franz Kafka tuvo la genialidad de crear personajes enfrentados a un mundo absurdo, al que no alcanzaron a comprender. El perfil de sus oscuros protagonistas nos recuerda burócratas o funcionarios de medio pelo, contratados por el Estado para ejecutar las políticas dictadas por rancias aristocracias. En algunas de sus obras esenciales como La Memorfosis, El Proceso, y otras, el autor nacido en Praga crea una impronta de seres humanos impelidos de sobrevivir y reflejar la complejidad del sistema burocrático, bajo un estado emocional generado por los desafíos e incertidumbres a los que se enfrenta el hombre contemporáneo.
Ecuador inicia en este tramo histórico una nueva etapa caracterizada por el cambio de gobierno central y la dinámica del aparato burocrático, incluidos los equipos humanos desde directivos hasta operativos, y lo hace incorporando gente -como es lógico- por afinidad política, amistades personales, influencias y también por destrezas políticas y técnicas.
Tratándose de un gobierno llamado a cumplir y consolidar un proceso de transformaciones sociales, iniciado hace una década por el gobierno anterior, el nuevo régimen enfrenta los desafíos propios de quien hereda y asume -como se ha ironizado- una mesa puesta. El gobierno de Rafael Correa había definido con toda claridad el perfil de sus colaboradores necesarios para llevar adelante sus objetivos. En más de una oportunidad, el ex presidente planteó la exigencia de que el Estado debe contratar políticos-técnicos, en capacidad de implementar proyectos con lealtad, y técnicos-políticos en capacidad de desarrollar planes y programas con eficiencia.
¿Qué tipo de colaboradores requiere un Estado que pretende transformar a la sociedad, a través de un cambio político, social y económico?
La respuesta es de una compleja simplicidad: un revolucionario. Un ser en capacidad de asumir el desafío de vivir el cambio. El Che Guevara decía que “ser revolucionario es querer, en primer lugar, cambiar nosotros mismos, de igual manera que la revolución la hacen revolucionarios, cuando ésta se corresponde con la utopía de una sociedad justa de mujeres y hombres dispuestos a ser sensiblemente ecuánimes, sencillos, honestos, solidarios en lo social y en lo personal”. Es lo que el guerrillero argentino llamó el hombre nuevo. Ese nuevo ser social se construye al calor del proceso de transformaciones sociales, a medida que la conciencia se va desarrollando y va dejando de lado las formaciones mezquinas y egoístas que imperan en el capitalismo. Ese extraño ser engendrado en la lucha diaria por el poder revolucionario, que Fidel Castro definió con claridad: ser revolucionario es tener una postura revolucionaria en todos los órdenes, dedicar su vida a la causa de los pueblos.
Esa máxima arroja luz sobre el tipo de personas que debe trabajar en las dependencias del Estado de un gobierno honesto y eficiente. ¿Es el caso del gobierno actual?
El Estado se sabe, es responsable de las grandes y pequeñas políticas. Es decir, de la política mayor que comprende la creación de nuevos Estados, la lucha por la destrucción y defensa o conservación de determinadas estructuras económico-sociales. Y también de la política menor, que comprende las cuestiones cotidianas en el interior del Estado.
¿Pero, qué es el Estado? Gramsci lo definía como “el complejo de actividades prácticas y teóricas, con las cuales la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominio, sino también logra obtener el consenso activo de los gobernados”. Y para ello, el Estado ejerce hegemonía, vale decir, la unidad en la dirección política, intelectual y moral de una clase sobre el conjunto de la sociedad en un momento histórico dado. Consecuentemente, el Estado concibe, desarrolla y aplica políticas públicas referidas a diversos temas vinculados a requerimientos sociales, prioridades políticas y capacidades económicas. En esa tarea contrata a sus funcionarios, asesores, y colaboradores, pero no siempre lo hace bajo el debido proceso, con transparencia y honestidad.
No son pocos los casos en que el Estado ha procedido a engrosar sus filas priorizando un criterio burocrático, es decir, enrolando a mercenarios que trabajan o actúan a cambio de dinero o de un beneficio personal, y sin motivaciones políticas, filosóficas, ideológicas o religiosas. Son los clásicos legionarios que buscan ingresos apoyando a algún partido o movimiento en diferentes líneas de acción de campañas políticas, enfocando su tarea en culturas y estrategias determinadas, teniendo como base ciertos conocimientos estadísticos, políticos o administrativos; y sabiendo en teoría, cuál es el fin de ese trabajo y sus beneficios.
Ese mercenario, lejos de ser revolucionario, es un burócrata que obtuvo el puesto por nepotismo como familiar del jefe, por amiguismo influyente, por cuotismo político para saldar deudas de campaña, por comicionismo comprando el puesto, o por el cinismo de otro burócrata como él que lo contrató. Son tan hábiles para buscar ingresos -el uno y el otro- que, como burócratas, enfocan sus asignaciones en campañas de todo tipo, planes de guerra sucia, engaños mediáticos, contra información y otros contubernios relacionados con las necesidades del poder.
El perfil psicológico del burócrata mercenario corresponde a un cuadro con diversos conocimientos en política, cultura y administración de recursos y, por cierto, conoce a cabalidad sus objetivos y conveniencias. Con el devenir del tiempo su perfil cambia para mal, ya no tiene que conquistar a nadie, o a quien impresionar, y se vuelve un tránsfuga, cambia de partido político -antes o después de las elecciones-, según los resultados. No muestra lealtad al proyecto político original que le permitió a acceder al poder, pone énfasis en sus intereses personales y se convierte en uno de los tantos privilegiados de un estado obseso de burócratas mercenarios.
Muere así -de aborto burocrático- la posibilidad racional de organizar una entidad estatal que funcione con precisión, claridad, velocidad y eficiencia, según la definición de Max Weber. A partir de entonces se cumple la estrategia neoliberal de desacreditar al Estado, con el fin de privatizar sus servicios que, en otras circunstancias, debieron ser considerados derechos tales como acceso a la salud, educación, seguridad social, cultura, transporte, comunicaciones, etc. Desde ese instante, el empleado público es visto como un burócrata oportunista, preocupado por la observancia de minuciosos trámites, áspero con el público, presuntuoso por ostentar, aunque solo sea una ínfima parcela de poder, y perezoso en la confianza que le da saber su puesto seguro.
La ciudadanía tiene, entonces, un concepto de sus gobernantes muy semejante a la imagen que tiene del funcionario burócrata mercenario. Ellos son los causantes del desprestigio de un gobierno, ministerio, una gerencia de planificación, un director de programa o un ejecutor territorial. Son los empleados del poder, con tanto minúsculo poder, que su mando no sirve para construir, sino para obstaculizar y destruir la revolución que estaban llamados a hacer. En este gobierno del diálogo, amerita que los precarios burócratas reubicados en el poder, deben definirse: ¿ser revolucionarios o mercenarios? Esa es la cuestión.