El escritor francés Jean Paul Sartre, -padre del existencialismo- escribió alguna vez, en ácida confesión parricida: lo mejor que pueden hacer los padres es morirse jóvenes. Esa acción de muerte dada a un pariente próximo, especialmente al padre o la madre, acompaña la impronta ideológica de una época. Y por qué no decirlo, de nuestra época. ¿Cómo, si no, explicar lo que sucede en la posmodernidad con una generación que proclama el descrédito de viejas verdades, consideradas hoy nuevas mentiras de ayer?
La nuestra, una época en la que la sospechosa palabra innovación pretende suplir la ausencia de utopías verdaderas, es el signo de nuestro tiempo de vacuidad intelectual y mediocridad cultural. A la orden del día, las nuevas generaciones dan por hecho la obsolescencia de sus progenitores, en un conflicto generacional que en el fondo es ideológico. Los viejos conservan lo pasado, los jóvenes buscan el cambio en la avidez de la vida. Parodiando la sentencia poética nerudiana que da título al volumen de cuentos del escritor Raúl Pérez Torres diremos, nosotros los de entonces…ya no somos los mismos ¿Por qué, entonces, empecinarse en seguir siendo iguales?
Mi hija Paula, treinta años menor que yo, me decía: padre, no te quemes asumiendo defensas innecesarias, y se refería a mis preferencias por ciertos escritores ya maduros. Y tiene razón. Me habla desde una cultura parricida o parricidas de la cultura. La suya, una generación transformacional y tecnológica, perdió el respeto por los viejos gurús y los políticos viejos, por los exponentes de una cultura anquilosada en instituciones ineficientes que prefieren vivir el primer día de lo mismo, repetir hasta las náuseas un guión archiconocido, que sobreviven a la impacable palabra revolución.
Otra cosa es rescatar los referentes de que habla Abdón Ubidia; aquellos que nos devuelven el sentido existencial de estar solos en el mundo, sin dioses. Y en esa actitud dialéctica de encontrar lo nuevo en lo viejo, de buscar el revés de las cosas y multiplicarles el porvenir, acaso radique la respuesta sin tiempo, para un tiempo de orfandad intelectual.
Roberto Bolaño, el muerto de moda de la literatura chilena, considerado el más hermoso de los parricidas, espantó a escobazos las mariposas de García Márquez. Su muerte dejó una orfandad más auténtica, la de aquella generación literaria que aprendió a ver en su obra la posibilidad de deslastrarse de Macondo. Según sus críticos, “consciente o no de ello, Bolaño destiñó el color local y lo reemplazó por una novelística en tránsito, sin país; con la ficción como única pertenencia: “No creáis a los críticos, leedlos si no tenéis más remedio”, impresa en una de las paredes de la muestra Archivo Bolaño 1977-2003, esta frase del escritor chileno hace las veces de talismán, una especie de amuleto para proteger a quienes leen.
¿Cómo pueden ellos juzgar a los poetas?, se pregunta Bolaño. ¿Cómo pueden los críticos juzgar a los equilibristas muertos o malheridos? Y concluye: “Sus interpretaciones tomadlas como ficción. Sin mayor trascendencia. ¡Solo es trascendente la poesía!”. Esta generación que asume a Bolaño como su hermano mayor, es la pléyade parricida contra quienes prefieren los museos a la vida misma, el insectario al vuelo, el monumento al movimiento.
En una charla de café con mi amigo el escritor Huilo Ruales, desarraigado seguidor de Bolaño, me decía que en este país tenemos la suerte de no tener padres literarios, a lo que respondí, esa es la más sofisticada y menos sanguinaria forma de parricidio: no reconocer la existencia paterna, ni siquiera para asesinarla.
Alguna vez un viejo psicólogo trataba de explicar la actitud de la generación parricida, y ensayaba esta respuesta: el parricidio es el resultado de la precariedad en la familia, la violencia evidente en las escuelas y porque somos una sociedad canibalizada. Se han invertido los valores. El éxito es ahora sinónimo de dinero, por el cual se pueden llegar a desencadenar los hechos más despreciables.
Bien vale la explicación que nos hará entender, entonces, la impronta de esta sociedad de núcleos disfuncionales, de cofradías desintegradas, de tribus traicionadas en la que vivimos, a diario, conflictos recurrentes. ¿Acaso nuestros padres ideológicos y culturales -o biológicos- no nos han utilizado como proyectiles contra sus propios demonios?
La diferencia entre los seres humanos y los animales salvajes, es que los seres humanos hacen un discurso antes o después de cometer un asesinato. El lenguaje político fue diseñado para hacer que las mentiras suenen veraces y el homicidio respetable.
En ciertos ámbitos de sociedades tribales como la nuestra, se venera lo ancestral, lo viejo, experiencia consideraba madre de la ciencia, pero ese es un mito acuñado en la hoguera ritual de las antiguas generaciones. De hecho, aquella veneración es más un gesto de complacencia que de autoridad. Para la generación contemporánea, de nada valen los principios de autoridad, como voz de orden.
¿Cómo hacemos para no perder contacto generacional, y si es del caso, influir en los jóvenes? No queda más que adelantarse a su época. Pero en esta vertiginosa compilación de vivencias y palabras, de datos superficiales convertidos en manidas fórmulas, de clamorosas mentiras remozadas, no caben las excusas. Estás o no estás con ellos, -con los parricidas- para salvar el pellejo de la obsolescente figura venida a menos. Si es de que no eres un padre que tuvo por destino en suerte morir joven, como sentencia el viejo Sartre, que sobrevivió a pesar suyo, a los designios de su tiempo.