A sus 54 años, Alexis Neuman había desarrollado muchas «teorías», casi todas absurdas, urdidas acaso para justificarse con ellas ante el recuerdo de su padre que no había dejado de criticarlo por «vago y pusilánime», desde que Alexis era un niño. Una de tantas «teorías» decía que los que se movían mucho, consumían oxígeno en exceso y por este motivo se oxidaban con rapidez, sin importar cuántos anti-oxidantes consumieran para contrarrestar el efecto corrosivo del oxígeno en sus órganos. Para corroborar su aserto, decía que bastaba ver lo que les sucedía a los deportistas y los atletas que de manera evidente envejecían antes de tiempo. Eso, sumado a su convicción -tomada de algún libro de Flaubert, de que «la forma más segura de placer es el placer de la ilusión»-, lo había convertido en un devoto del sedentarismo.
Gracias a una herencia materna, Alexis no tenía que trabajar sino quería y, puesto que no quería, se la pasaba leyendo meses enteros sin salir de casa. Sus novelas preferidas eran las de aventuras y ciencia ficción que iban desde «Scaramouche», de Sabatini, hasta «El día de los trífidos» de Windham, pasando por «Hyperion» de Simmons y la saga de Lessing «Canopus in Argus». Día y noche Alexis seguía los pasos de esos personajes terrestres o extraterrestres, al tiempo que devoraba mundos extraños que le hacían temblar de horror o de placer, pero siempre a buen resguardo.
Todo iba bien en la vida de Alexis hasta el día en que faltó la vieja empleada que se ocupaba de hacer las compras y de mantener todo limpio y en orden. Acosado por el hambre, él se arriesgó a salir al supermercado y, de regreso, mientras caminaba del ascensor a la puerta de su departamento, se encontró con un par de ojos marinos que le trastornaron la existencia. Una mujer rubia, alta, elegante, avanzó hacia él y lo saludó sonriente. Sin que él atinara a contestar nada, ella le confió que su nombre era Laura Verne, tataranieta del famoso escritor. Le dijo, además, que era su vecina del departamento de al lado, que había vivido ahí desde hacía no menos de 4 años y que era una lástima que no se hubieran encontrado hasta entonces. Alexis Neuman, que toda su vida se había creído un misógino, sintió que ante la belleza de esa mujer, todo él se derrumbaba, en especial cuando supo, por ella misma, que estaba casada con un hombre que iba y venía de Sudáfrica, aunque de inmediato recibió un golpe de aire fresco cuando ella le confió que su placer más grande era la lectura. Alexis se dio cuenta de que literalmente no podía soportar más la presencia de esa hermosa mujer, extrañamente amable, que tras apenas unos segundos de cruzarse con él en el pasillo, se mostraba tan interesada en su monótona vida de ermitaño, en sus monólogos con la niebla, en su mullida comodidad sin planes a futuro, y se escabulló lo más rápido que pudo dentro de su madriguera, pero el «mal» estaba hecho: esa noche no pudo dormir, ni la siguiente.
El último libro de George Martin, «Danza de dragones», yacía a medio leer sobre la alfombra, mientras Alexis no dejaba de mirar las fisuras del techo sin apenas parpadear. La empleada no volvió más, por lo que él supuso que había fallecido, así que al tercer día, resucitando de entre los muertos, se fue a comprar algo para comer. De nuevo, Laura Verne se cruzó con él, pero esta vez a la entrada del edificio. De forma sorpresiva, ella se ofreció a ayudarle con los paquetes y, una vez adentro del departamento, quedó deslumbrada con la biblioteca de Neuman que atiborraba casi todas las paredes. Tengo doce ediciones, en doce diferentes idiomas, de «Veinte mil leguas de viaje submarino», le confió él. Y agregó: tantas veces releí ese libro, que mi mamá me llamaba «mi capitán Nemo». Emocionada, Laura se inclinó para darle un beso cerca de la comisura de los labios. Alexis, sin saber cómo responder a semejante gesto, hizo algo inusitado en alguien como él: le obsequió «La historia de los hermanos Soga», novela de aventuras del siglo XII de Japón, que él había colocado en el estante de sus «top ten». Laura le retribuyó con algo aún más valioso: una copia encuadernada de la primera edición de «Vingt mille lieves sous les mers», de 1870.
De inmediato, una amistad que prometía ser algo más, empezó a tejerse en la vida de ambos, pero en algún momento ella empezó a hablar de su marido como de un hombre siniestro ligado a una mafia que traficaba en los Estados Unidos con diamantes sudafricanos. Si nos descubre, le dijo ella alguna vez, tú y yo no veremos la luz del día siguiente. Pero entre los dos no ha habido nada, se quejó Alexis. Sí, le advirtió ella, pero mi marido no está para esas sutilezas, así que debemos andarnos con mucho cuidado. Alexis se asustó, pero no estaba dispuesto a renunciar a Laura por nada del mundo. Las lecturas a dos voces y las discusiones, entre eruditas y apasionadas sobre lo leído, se volvieron comunes hasta el día en que se citaron para conversar sobre el libro «Los humanoides» y Laura no apareció. La que sí hizo su aparición, de nuevo, fue la vieja empleada que dio como toda excusa que había estado en el hospital con bronconeumonía. Alexis no le prestó atención y la anciana, cansada de esperar un simple comentario, se puso de inmediato a arreglar el caos de libros tirados por todos lados.
Esa mañana, él violó la prohibición que Laura le había impuesto y la llamó al celular. «Este número está fuera de servicio», dijo la voz fría de una computadora. Tras dos días de angustia, se arriesgó a tocar la puerta del departamento de al lado. Nadie contestó. Alexis temía que el marido la hubiera asesinado y que él, sin saber cómo, se hubiera transformado en uno de esos personajes sobre los que tanto le gustaba leer. Alexis esperó otra semana antes de llamar al departamento de policía, desde un celular desechable; hizo la denuncia afinando la voz todo lo que pudo, hasta hacerla parecer la de una mujer: Laura Verne, dijo, estudiante de filología de ascendencia francesa, ha sido asesinada por su esposo, un traficante de diamantes. Para hacerlo aún más dramático, agregó haber escuchado los gritos de la posible víctima y de inmediato el estampido de un disparo desde el edificio de enfrente; luego dio la dirección y cerró. Más tarde, Alexis asomaría la cabeza, como cualquier vecino, mientras la policía derribaba la puerta del departamento de al lado. Adentro no había nadie. Todo estaba en orden, como si de un momento a otro Laura fuera a regresar. Pero no regresó y pasaron las semanas más angustiosas en la vida de ese hombre que había decidido permanecer al margen de todo peligro que no fuera el literario.
Ante la encrucijada, Alexis decidió convertirse en detective privado, así que releyó «La trilogía de Nueva York», de Auster, «Muerte en Hamburgo» y «Resurrección», de Rusell, «El caballero y la muerte», de Sciascia, y todo lo que encontró de Chandler, Hammett, Vásquez Montalbán y Christie, hasta llegar a la saga de Stieg Larsson, donde se dio cuenta, asombrado, de que nunca antes se había enamorado de un personaje como de Lisbeth Salander, la heroína de Millenium.
Cuando dos meses más tarde Alexis terminó de leer y releer todo lo que pudo sobre el tema policial y se sentía listo para emprenderla como detective del asesinato de Laura Verne, ésta reapareció sana y salva. Ante el desconcierto de Alexis, Laura le contó, como si nada, que se había ido de vacaciones, con su esposo, a las hermosas playas de Croacia, frente al Mediterráneo; que había sido un viaje sin planificar, como todo lo que ellos hacían, y que puesto que la policía había dejado en mal estado la puerta del departamento, ella y su marido se mudarían a otro barrio. Laura le rogó entonces que la visitara cuando el marido no estuviera y él respondió que sí, pero sin la intención de hacerlo. «La aventura» le había roto los nervios y no pensaba pasar por eso de nuevo.
Desde esa noche, Alexis Neuman se dedicó a leer las novelas de amor que, durante años, habían permanecido arrumadas en la habitación de sus desaparecidos padres. Alexis abrió la primera página de «Madame Bovary» y, tras un suspiro de alivio, volvió a recordar la frase del mismo Flaubert, que había leído años atrás: «la forma más segura de placer es el placer de la ilusión».