Mis primeras aventuras las vivo con un libro en la mano leyendo a Julio Verne. En la vuelta a mi infancia en 80 sueños, sumergiéndome veinte mil leguas de viaje submarino o circunvalando el globo lunar en la primera nave espacial que despegó de la imaginación del escritor francés. Con obcecado afán por descubrir el mundo, emprendí la travesía junto al último grumete de la Baquedano, el niño marinero, de Francisco Coloane, que cruzaba los mares del sur de Chile. De mozalbete, iniciaba maravillosos viajes sentado en el vano de la puerta de la casona de la calle Maruri -la de los crepúsculos nerudianos- con un libro apoyado en las rodillas, como un transeúnte de periplos interminables.
Sería mi padre, autor de libros para niños, quien me enseñara que había infancias robadas, penas de una niña fea, trompos enamorados de su novia, la soga, y campanas que reprochaban los atrasos escolares a la puerta de la escuelita de barrio. Junto a Ícaro, el niño que soñaba conocer el mar, en una charca callejera hice zarpar barquitos de papel. Volantín, y su locura de volar, puso en ristre mi corazón contra el viento de la primavera chilena.
Un mal día dejé de viajar por lejanos parajes y me enrumbé hacia las oquedades de mi espíritu inquieto. Era otra tentativa de viaje, bajo la tea de autores con la luz más despiadada, que me enseñaron la teoría del desencanto, bajándome del caballo de los sueños. Paul Nizan y su amarga decisión de no permitir a nadie decir que los veinte años son la edad más hermosa de esta vida. El nauseabundo extrañamiento existencial, condenados a ser libres frente a un mundo absurdo, por la sentencia de Sartre. No eran los días del arco iris, precisamente. Como vieja fotografía en sepia, el telón de fondo del mundo se movía amenazante. Y en ese avatar, los libros, irremplazables compañeros, fueron cómplices y encubridores de una adolescencia solitaria.
Cuando cuento esto a mis nietas, sonríen, y prefieren que hable de los viajes. Sus preferencias literarias son como las de todo niño: un pasaporte a la fantasía provista de imaginación. Verlas leer esos libros coloreados de princesas y dragones, de personajes mitológicos que nunca existieron más que en sus miedos o alegrías de niña, pienso en lo complejo que es sintonizar con los intereses infantiles.
Ahora que la lectura es un hábito masivamente inexistente en nuestro país. En esta realidad cultural en la que entre dos ecuatorianos, no alcanzan a leer un libro de promedio por año. Un libro que nos haga más libres, como dicen los cubanos. Cuando la deuda cultural más onerosa consiste en no habernos provocado el amor por los libros. Cuando se nos promete una campaña de lectura desde las esferas del poder, amerita echar mano a nuestros derechos ciudadanos.
El gesto más libre es la lectura, nos libera de la realidad, pero puede encadenarnos a algo peor: la irrealidad. Sacarnos a patadas de contexto, empujarnos fuera de la cancha, hacernos ajenos al terruño, confinarnos lejos de lo nuestro. No se trata de falsos provincialismos, los buenos escritores no conocen fronteras, son universales. La buena lectura no tiene que ver con obtener una visa para entrar al país de las maravillas. Uno es lo que lee, no hay que leer de todo. No hay que leer basura, uno se va pareciendo a lo que lee.
Por eso una campaña de lectura consiste en provocarnos con pasión el amor por los libros; y al tiempo, enseñarnos con didáctica a leer. Somos analfabetos de nuestras propias quimeras, no sabemos leer en ellas, y peor, reconocerlas en los libros. Hay un idioma que no desciframos: dejarnos seducir por el susurro de ese texto que amenaza con cambiarnos la vida. Nos aferramos a lo seguro, renunciando de antemano a volver amar los riesgos y vivir, peligrosamente, la sugerencia ignota de un libro.
La vertiginosa mentira cotidiana de ganar tiempo, nos empuja a no estar en nada, a no tomarnos el tiempo necesario de disfrutar la vida en plenitud. Leer lento, ese el mejor bofetón a los entontecidos por la vorágine de la lectura veloz. Transitar, paso a paso, letra por letra, palabra a palabra el pensamiento germinal del autor. Un libro se lo asimila, se lo siembra en los confines del ser para que retoñe nuevas simientes espirituales. Ninguna acrobacia de la memoria vale frente a un buen libro. Así como hay buenos libros, hay buena lectura y aquella no depende del autor, sino del lector.
Leer y releer, esa es la cuestión. Entablar en secreto diálogo con el autor, nuevas vertientes de amistad para el intercambio de inéditas experiencias. Si te enamoras de un libro, o de su autor, volver a leerlo. En la repetición está el placer del doble aprendizaje. Un libro en segundas lecturas suele decirnos cosas nuevas que silenció en la lectura inicial. Es tiempo de dedicarle tiempo a los libros, como se lo dedicamos a un buen amigo. Con valor agregado de lealtad y generosidad a toda prueba. Un buen libro abierto, siempre se entrega entero. Y casi nunca deja de invitarnos a un viaje apasionante hacia nosotros mismos.