Las relaciones de la prensa con el poder siempre se han visto caracterizadas según el tipo de Estado vigente y por el estilo de prensa que ejercen las empresas mediáticas. A mayor apertura estatal, mayor libertad de expresión. A menor vinculación de la prensa con el poder -económico y político-, mejor calidad de información para los diversos públicos. Pero dichas relaciones que, a simple vista, parecen dialécticas, dinámicas y cambiantes, no lo fueron en el gobierno de Rafael Correa. Muy por el contrario, desde un comienzo de la década de la revolución ciudadana las empresas mediáticas asumieron el rol de actores políticos frente al desplazamiento de las fuerzas partidistas tradicionales que perdieron protagonismo como opositoras al régimen. Y, en respuesta, las fuerzas políticas que lideraron el proceso revolucionario ciudadano llegaron a la conclusión de que había que normar el trabajo de la prensa.
Nació así la Ley Orgánica de Comunicación basada en códigos deontológicos, derechos ciudadanos a la comunicación pública, prerrogativas nunca antes respetadas en beneficio de los lectores, oyentes y televidentes o de ciudadanos aludidos por la prensa que, a partir de la ley, recuperaron su derecho a reclamo. Este valioso instrumento de gobernabilidad que regía las relaciones de la prensa con la sociedad, y de ésta con el Estado, fue asumido por los empresarios mediáticos como un atentado a la libertad de expresión. Por el contrario, Rafael Correa consideró que los medios confundieron siempre la libertad de expresión con la libertad de empresa u opinión pública con opinión publicada. En ese contexto, el gobierno llegó a su fin y el ex mandatario, en los últimos momentos de su permanencia en el país anunció, incluso, un futuro libro suyo sobre las borrascosas relaciones que sostuvo con la prensa nacional.
El cambio de estilo anunciado por el presidente Lenin Moreno, basado en el diálogo con todos los sectores opositores a la revolución ciudadana, llegó al punto de recibir en el Palacio de Carondelet a conspicuos representantes de las más poderosas empresas mediáticas. En la reunión, ante una nube de cámaras y micrófonos, el Mandatario mostró “su apertura” ante la otrora “prensa corrupta”, según el calificativo dado por el gobierno a los medios informativos. El petitorio fue imperativo: Respiren libertad, les dijo Moreno a los empresarios mediáticos. Acto seguido encendió una luz verde para que los canales de televisión, radios y periódicos se actúen con “transparencia en la lucha contra la corrupción” -pública y privada-, se entiende. Como guinda del pastel, Lenin Moreno les ofreció “más diálogos abiertos.”
La reacción de los empresarios mediáticos no se hizo esperar. En tono conciliador calificaron a la prensa de “muy profesional”, y que ahora actuará en un clima estatal con “vocación democrática ante la prensa”. En el diálogo sostenido se tocaron temas relacionados con “la producción, la situación económica del país, lo social y las reformas a la Ley Orgánica de Comunicación”, como no podía ser de otra manera. Hasta ahí el guión de un encuentro cordial, asoma perfecto. Pero quedan en el aire las interrogantes y reflexiones periodísticas de rigor.
¿Qué busca Lenin Moreno con este acercamiento, impensable, ante la prensa que durante una década jugó el más duro rol opositor al gobierno? Si su apertura tiene el beneficio de contar con medios informativos no beligerantes, tendrá que sopesar el costo político de esa actitud. La ingenuidad revestida de buenas intenciones, nunca fue buena consejera en política. Si busca la «aprobación mediática», es el primer paso para una relación contaminada de mutua obsecuencia. Eso no hace bien a la democracia informativa que, en mejor escenario, debe nutrirse de la crítica responsable al poder.
Si su cambio de estilo implica un cambio de relación estatal con la prensa, deberá esperar que las empresas mediáticas también muestren un cambio de conducta. Ese nuevo comportamiento no debe ser otro que comprometerse a no ser actores políticos, sino medios informativos plurales, objetivos y democráticos. Su rol de intermediación con la ciudadanía deberá primar, a la hora de ejercer un periodismo profesional con sentido autocritico y crítico.
Si se trata de dar luz verde a los medios para investigar actos de corrupción, aquello tendrá el límite de la presunción de inocencia del otro. La prensa no es depositaria de la ley, no es juez, ni confesionario, peor fiscal de turno. Por tanto, las investigaciones y denuncias contra la corrupción deberán enseñar pruebas fehacientes y comprobables. En ese terreno, es fácil caer en el amarillismo, en el sensacionalismo mediático escandaloso que sólo busca más rating y venta de papel periódico. Esa característica, -tan suya de los chicos de la prensa-, deberá ser rechazada por los públicos por elemental derecho a una comunicación libre, no contaminada, ni enrarecida de mentiras, suposiciones y calumniosa.
Deberían los medios comerciales enviar señales de abandonar la obsecuencia con los poderes económicos y políticos. Al mismo tiempo, deberá prevalecer el compromiso -por ley- de no volver a su otrora asociación con “empresas vinculadas”, grupos económicos y consorcios que nada tienen que ver con la comunicación, como bancos, financieras, industriales, comerciales, exportadores, entre otros.
También es de esperar un compromiso de calidad y variedad en sus contenidos. La infodiversidad -contraste de fuentes- debe ser el principio rector de toda acción periodística. No puede existir auténtico compromiso con la verdad, sin la prevalencia de diversidad periodística, ambas van de la mano. La verdad es una sola, pero frente a ella existen versiones que deben ser reflejadas, críticamente, en los medios informativos.
La comunicación, como un bien público y privado ciudadano, debe reconocer el derecho a la réplica y la obligación de rectificación, en caso de afectación mediática a terceros. Se tendrá que poner fin al linchamiento mediático que tantas victimas cobró, en manos de inescrupulosos odiadores con una pluma, micrófono o cámara a su entera e irresponsable disposición.
Cuando la prensa deje su pretención de ser un poder frente al poder, o abandonde su obsecuencia frente a los gobernantes; y el poder central o local, renuncie a ser el rector de una prensa independiente y orientadora de la opinión ciudadana. Solo así habremos inaugurado un clima comunicacional en el que se respire auténtica libertad.