En la vieja casona de la calle Maruri, donde se encendían los crepúsculos nerudianos, mi madre rentaba un cuarto a una profesora primaria de nombre Isabel. Ella era partidaria del «candidato del pueblo», como rezaba el slogan de la lista de Salvador Allende que terciaba con el número 4 a la presidencia de Chile. Ese número se galvanizó en mi mente para siempre, desde la primera vez que lo vi impreso en vivo rojo, en septiembre de 1958, junto a una foto de Allende en el afiche que Isabel puso en una ventana que daba a un patio interior cubierto de añosos tejados. Desde aquel traspatio nadie podía verlo, solo su pasión de trabajadora que creyó en el candidato del pueblo.
Transcurre el mes de agosto de 1964, la imagen de Allende nominado por tercera vez como candidato a la presidencia por el FRAP, surge en mi memoria sentado en la tarima de la gran Alameda, junto a viejos cuadros de la izquierda chilena Luis Corvalán, Pablo Neruda, José Toha, Carlos Altamirano, entre otros líderes populares, diciendo: Agradezco a la mujer sencilla de Chile, al hombre modesto de la patria, a los jóvenes por su presencia en este acto histórico. Quiero hablarles desde mi corazón, tal y como yo siento a mi pueblo…
Seis años más tarde, la noche del triunfo de la Unidad Popular el 4 de septiembre del año setenta, desde los balcones del edificio de la Federación de Estudiantes de Chile, recuerdo que Allende dijo: En mi íntima fibra de hombre, cómo siento en las profundidades humanas en mi condición de luchador, lo que cada uno de ustedes me entregara. Esto que hoy germina, es una larga jornada, yo solo tomé en mis manos la antorcha que encendieran los que antes que nosotros lucharan junto al pueblo y por el pueblo; este triunfo debemos dárselo en homenaje a los cayeron en las luchas sociales y regaron con su sangre la fértil semilla de la revolución chilena.
Muchas fueron las ocasiones que tuve de verlo a la distancia, entre las multitudes enfervorecidas por sus discursos, como esa vez, de pie junto a Fidel Castro, cuando dijo: camarada Fidel, esta revolución nuestra, es hermana de la Revolución Cubana…
Los días del gobierno popular transcurrían como la primavera de Chile, fecundos, vitales, germinando el nuevo país. Hasta las instalaciones del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde cursábamos la carrera de Historia, llegó una tarde Gilbert Kudrin, un joven de la guardia montada de frontera de los Estados Unidos con Canadá. Gilbert, en su gringa ingenuidad, quería conocer personalmente “al compañero Allende”, lo que simplemente parecía imposible. Sin embargo, fue tanta su insistencia que tramitamos una cita a través de la Federación de Estudiantes de Chile. A los veinte días, Allende nos recibió en un pequeño recinto aledaño a su despacho y saludó cordialmente diciendo, “esta revolución chilena, con empanadas y vino tinto, no es enemiga del pueblo norteamericano”. Acto seguido ordenó traer sendas empanadas y un Cabernet Sauvignon de su preferencia y brindó junto a sus visitantes.
La borrasca política se avecina, los días se vuelven jornadas interminables de lucha sin cuartel en las calles, fábricas, escuelas, y poblaciones populares. Allende se avoca a defender un proceso revolucionario brindando inclusive su vida, en ejemplar gesto de consecuencia y lealtad política. La Unidad Popular ha convocado al pueblo para manifestar el apoyo al compañero presidente. La multitud avanza por la grande Alameda y toma la calle Morandé y pasa frente a la fachada de la Moneda. En una ventana que da al despacho presidencial, Allende saluda a los manifestantes. De improviso, se produce un forcejeo con la policía que, en esos momentos -a pocos días del golpe del 11 de septiembre- ya tiene una clara consigna de oponerse al gobierno y expresar su malestar a los militantes de la izquierda. Un policía fuera de sí, agrede a una muchacha de la Juventud Comunista, ante lo cual se arma una batalla de palos y empujones con los agentes uniformados, a vista e impaciencia de Allende que grita órdenes a la policía para que dejen de golpearnos. Fue la última vez que vi a Allende. Lo demás es historia, amarga historia escrita con sangre y evocada con dolor. Como periodista he visto cientos de fotografías de Allende, incluidas unas inéditas que alguna vez un compañero chileno me enseñó del presidente mártir recién acribillado en la Moneda.
Hoy, por el natalicio de Salvador Allende, el 26 de junio de 1908, hago silencio ante mis propias palabras escritas y evoco su figura de enorme líder. Consecuente y altivo en la memoria, emerge Allende como barco de la bruma con luz propia, como un faro encendido. No en vano Allende ganó la elección eterna de ser señalado como «el mejor chileno de la historia de su país». No en vano, cuando digo la palabra dignidad, surge la voz aleccionadora de sus últimas palabras: Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.