Quienes vivimos en esta ciudad, sabemos que Quito no es «la carita de Dios», ni una ciudad para vivir que proclamó tan candorosamente, alguna vez, la publicidad municipal. Quito es una urbe como todas, con la inseguridad deambulando por las calles, con la sorpresa agazapada a la vuelta de una esquina, con su rostro tan pobre, sucio y tan bella. La capital de los ecuatorianos, la otrora franciscana aldea de pujos coloniales, vive hoy amenazada por el caos citadino, la cogestión vehicular y la suciedad pintada en grafitis de la mayor parte de los muros ¿señal de protesta? Y la peor amenaza: el crimen que deambula en las calles céntricas y que sorprende al transeúnte, a plena luz del día, por robarle un celular o por defensa propia de la víctima. Según encuestas, el 55% de los consultados se encuentran inseguros y un 51% reconoce haber sido víctima de asaltos y robos.
El crimen del joven sonidista Andrés Viracocha, asesinado el miércoles 7 de junio en la puerta de una farmacia sobre la avenida Amazonas y Patria, no solo estremece por los detalles del suceso, sino que además indigna por la facilidad que ofrece la ciudad para ser atacado, criminalmente, por un desconocido en una calle atestada de gente. El joven Andrés, trabajaba en la radio de la Casa de la Cultura, a dos cuadras del lugar del crimen, y fue asesinado cuando procedió a defender a su novia del acoso sexual que el presunto asesino había cometido minutos antes en un bus donde la chica se movilizó para ir al encuentro con Andrés. Bastaron unos segundos para que el criminal le atacara con un cuchillo en el cuello, causando la herida que provocó desangramiento y la muerte del joven en la puerta de una farmacia donde Andrés intento pedir auxilio. Una versión de prensa señala que los guardias de la farmacia impidieron su ingreso y el joven se desvaneció en el lugar hasta morir.
El presidente Lenin Moreno publicó en su cuenta de Twitter, el siguiente mensaje de condolencias: “He conocido el lamentable fallecimiento de Andrés Viracocha, operador de la Radio de la Casa de la Cultura. La muerte no es sino el retorno al hogar eterno en donde Andrés ya estará gozando de la paz y el amor verdaderos. Aunque castiguemos a sus asesinos, sé que el inmenso dolor solo amainará en algo con el tiempo. Mi más sentido pésame a sus padres, Jaime e Isabel, así como a toda su familia”
Francisco Ordóñez, presidente de la Casa de la Cultura núcleo Pichincha, lamentó la muerte del joven colaborador de la institución. «Es algo inconcebible, nosotros somos personas de paz y tratamos de construir nuestras vidas en función del amor a la cultura». Ordóñez, denuncia que el hecho ocurrido a plena luz del día y en una zona con gran tránsito vehicular y peatonal solo «devela la gran inseguridad que se vive. En los alrededores de la CCE hay mucha inseguridad, en el mismo parque (El Ejido, que colinda con la CCE y la av. Patria) sabemos que hay gente que vende droga». Según los trabajadores de la CCE, El Ejido y sus calles aledañas se han convertido en un sitio peligroso. «Nosotros salimos y caminamos por la avenida Patria y hay gente que se ubica en el lugar y amedrenta a los transeúntes. Es necesario que exista un mayor y verdadero control policial y municipal”.
La muerte de Andrés Viracocha engrosa la fría estadística de 46 homicidios cometidos en Quito, según Policía del Distrito, en lo que va del año. Los crímenes tienen relación con microtráfico de drogas y la existencia de clanes delincuenciales, responsables de robos a personas, de viviendas y de vehículos que operan en áreas tan diversas como Carapungo, Jardín del Valle, La Argelia, La Floresta, La Vicentina, entre otros sitios de la capital. Una de las amenazas cotidianas tiene que ver con la presencia de bandas delincuenciales conocidas como ‘sacapintas’, que se han especializado en el despojo de dinero a quienes efectúan retiros en entidades bancarias del sector de la avenida Amazonas, sector turístico de la urbe. En el Centro Histórico de la capital la inseguridad campea con la acción de bandas que proceden al robo de personas y enseres, al microtráfico de estupefacientes, a la circulación sin control de trabajadoras sexuales, mendigos, cachineros y grupos de arranchadores en las calles aledañas al Bulevar 24 de mayo, San Roque, calle Loja, avenida Cinco esquinas. Otros barrios amenazados son calle La Ronda, Cumandá, La Loma, las calles Imbabura, Chimborazo y Rocafuerte, además del sector cercano al Palacio de Gobierno en la Plaza Grande. Según el Observatorio de Seguridad los mayores conflictos tienen relación con “aparecimiento de delitos inusuales (crimen organizado), alto nivel de violencia durante los actos delictivos (a domicilios), distribución de drogas (en barrios) y el robo generalizado (celulares y laptos)”. Desde enero de 2017 hasta la fecha, se han decomisado en el sector céntrico de Quito 117 armas blancas.
Según Ortega y Gasset, el mayor crimen está ahora, no en los que matan, sino en los que no matan, pero dejan matar. ¿Qué dirán los responsables de la seguridad urbana de Quito? Será que habrán leído, por casualidad, alguna vez un texto sobre el valor que significa la vida o, al menos, un diario de crónica roja que muestra de cuerpo entero la ciudad a expensas del crimen. Entre las múltiples fallas de una gestión municipal deficiente, de una administración que no administra el caos citadino vehicular como debe ser en una urbe con casi tres millones de habitantes. Con un alcalde cuestionado por la ciudadanía, dada la indolencia e inoperancia frente a los requerimientos básicos de los habitantes -y que son responsabilidad de la alcaldía, como control de vendedores ambulantes, tráfico vehicular, seguridad en las calles-, se suma la respuesta deficiente de la policía metropolitana ante hechos de violencia delincuencial.
¿Qué nos queda a los habitantes de “la carita de dios”, ejercer la defensa propia? No son las catástrofes, los asesinatos, las muertes, las enfermedades las que nos envejecen y nos matan; es la manera como los demás miran y ríen y suben las escalinatas del bus, escribió alguna vez Virginia Woolf. Esa indiferencia citadina y la inoperancia de las autoridades, hacen de Quito una ciudad para vivir en la inseguridad.
Fotografía El Comercio