Una verdad de Perogrullo es puesta en práctica en el país: el poder del poder, radica en el poder de la comunicación. Políticos, líderes de opinión, voceros institucionales, vocingleros de todos los pelajes lo saben y lo practican, consecuentemente. Este fenómeno es causa y efecto de otro: los medios de comunicación dejaron de ser comunicadores per se, en un espectro en el que el hombre común disputa el espacio informacional y, por antonomasia, surgen voceros de los “intereses” del pueblo. Ese es un fenómeno que bien podríamos llamar, el populismo de la comunicación. Una comunicación populista convertida en herramienta y propósito del poder. Comunicar es ejercer el poder, aun cuando no se gobierne. No es necesario gobernar para ejercer el poder, puesto que, en el espectro de la realidad virtual, la palabra es ama y señora de la comunicación, encadenada a la imagen que no, necesariamente, vale más que mil palabras.
Muchos han sido los líderes de opinión que se valen del poder didáctico de la comunicación para ejercer poder. Arturo Alessandri, en Chile, iniciaba sus discursos con un “Viva la chusma inconsciente”. Entonces un clamor de gloria retumbaba en la Plaza de la Constitución en Santiago, donde el insultado pueblo vitoreaba a su padre en el balcón de La Moneda. Sin ir más lejos, José M. Velasco Ibarra, intuitivo de las aspiraciones del populacho, pedía un balcón para ser presidente, y así lo consiguió en cinco oportunidades. Goebbels, en Alemanía, había dado la pauta al demostrar que creía, fervientemente, en un comportamiento femenil de las masas, azuzadas por un discurso ardiente. Juan Domingo Perón, en Argentina, hacía lo propio, llevando al paroxismo a la muchedumbre envuelta en la melosidad de un discurso melifluamente emotivo.
En el Ecuador, la revolución ciudadana gobernó diez años con la palabra. Una palabra dicha sábado tras sábado de manera persistente y emotiva, a ratos sarcástica, pero, sobre todo, pedagógica de la diversidad del país. Rafael Correa, reacio a renunciar al poder de la palabra, ejerce poder desde su cuenta de Twitter que tiene más de tres millones de seguidores. Incluso, se dejaron oír petitorios de sus detractores, en el sentido de que la empresa cierre la cuenta al ex mandatario en clarividencia del influjo ejercido desde ese espacio virtual.
Para muestra un botón. Los últimos tuits del ex presidente Rafael Correa confirman lo dicho: ¡Qué lástima que, desde ciertos funcionarios del Ejecutivo, autoridades de control y hasta jueces, se esté siguiendo el discurso de la oposición, a la cual le importa un bledo la lucha anticorrupción, tan solo buscan “trofeos políticos”, que, si no hay, habrá que inventarlos! El frente externo no me preocupa, sí el interno, donde, por torpeza o deslealtad, se habla de marcar «distancia» con mi Gobierno. Mientras tanto, AP calla. Sólo se han escuchado voces valientes desde la Asamblea. La verdad prevalecerá, y.…¡venceremos!
La arenga presidencial es, políticamente, imperativa y demostrativamente clara del poder de la palabra. Se rumora que el ex mandatario hará uso de un espacio mediático sabatino de una hora, mientras tanto usa profusamente su red social. Tanta es la profusión de sus mensajes, que bien haría el ex presidente en dosificar sus intervenciones, convertidas en interjecciones contra el discurso de la oposición. Y no podría ser de otra manera. La oposición política al régimen cuenta con ingentes recursos comunicacionales, amparados en su vinculación empresarial con poderosos consorcios mediáticos y con la anuencia de una prensa hecha de comunicadores orgánicos –llamados periodistas rocolas que, por una moneda, tocan la música que se les pida- alineados a los intereses de los grupos económicos y políticos que han gobernado desde bambalinas al Ecuador. No obstante, el ex presidente debe considerar que la mejor comunicacion, la más efectiva, viene acompañada de saludables espacios de silencio, para no saturar y, más bien, hacerse necesaria, sin sobredosis de contenido.
El auge de la comunicación populista -descrita más arriba-, tiene una explicación en un hecho innegable relacionado con el descontento popular, desafección por los partidos tradicionales, y creciente sentimiento anti-establishment. Los populismos pueden ser derecha o de izquierda, siempre que se entienda que son antagónicos. En el escenario comunicacional vigente, populismo y medios de comunicación se retroalimentan entre sí. Hay dos consecuencias inmediatas, y la segunda enlaza directamente con la primera: la desconfianza en los medios y los populistas practican una comunicación directa. Dicha desconfianza tiene una razón de ser -según análisis de la experta Magda Bandera- los medios también carecen de confianza porque dejan pasar constantemente la oportunidad de explicar porqués y se centran en lo más anecdótico.
El discurso de la comunicación populista, en cambio, no deja cabida a los matices, por lo general contempla un verbo claro que resulta sencillo para la ciudadanía. Es una comunicación directa, una voz de orden que considera enemigos corruptos a los medios tradicionales. Ese potente poder de la comunicación es ejercido, sin ambages, desde las redes sociales. Se trata de un discurso diferenciador que marca los contrastes entre “nosotros y los otros”, una comunicación incendiaria que también cala en los medios de comunicación, puesto que, caso contrario de no hacerlo se quedarían fuera del escenario. Una eventual salida queda a las empresas mediáticas, la menos probable, que los propios periodistas contratados por esos medios recuperen su pensamiento crítico, se armen de saludable valor ético y ejerciten el cuestionamiento a la realidad real, sin artilugios virtuales y sin temor ni favor. Mientras tanto, la palabra abierta campea en la libertad de expresión sin cortapisas, esto lo saben todos los líderes de opinión y sus asesores que rezan, cada noche, que en la comunicación está el poder.