Cuando Gabriela Mistral escribió en un cuaderno apoyado sobre sus rodillas el verso, piececitos de niños azulosos de frío, pensaba en la infancia robada a los niños del mundo. La maestra rural oriunda del pueblo desértico del valle de Elqui, al norte de Chile, no conoció la nieve a las puertas de su humilde morada, pero narró el terrible efecto de su gélida caricia sobre la piel de un niño: ¡Piececitos heridos / por los guijarros todos, / ultrajados de nieves y lodos!
Esos versos acompañaron nuestra infancia, galvanizados en la memoria silenciosa del niño que añoraba la estampa paterna. Cuando mi padre, Vicente Parrini, escribió sobre las infancias robadas, lo hizo en poemas y cuentos escritos a la luz de una mirada sensible, con ronca ternura, y sin las mistificaciones que suelen acompañar a las falsas concepciones que tenemos de la infancia. Los cuentos de Infancia Robada (1946), celebrados por la Mistral en carta a su autor, fueron escritos por Vicente Parrini desde una paternidad espiritual que suele ser más potente que la orfandad de la sangre. Recibí esos textos deslumbrantes de manos de mi padre y reviví la infancia de otros niños habitantes de las páginas de un relato de penurias no resueltas por una vida que les había hurtado la niñez y la alegría. Y evoqué la infancia de mi padre, el poeta nacido en Tomé, al sur del mundo, descrita en sus propias palabras, como la de “un niño triste, con esa tristeza silenciosa, anónima, temerosa, acurrucada en la neblina de mi espíritu. Vivíamos en un barrio de casas achatadas y descoloridas, en un laberinto de calles tortuosas, donde eran escasos los árboles y hasta el canto de los pájaros.”
La noche que mi padre regresaba a su cuarto de estudiante en la sureña ciudad de Concepción, después de declamar un ramillete de versos a la reina coronada en las Fiestas de la Primavera, tuvo un encuentro mágico con un niño de ocho años: ¿Oye, de que está hecha la luna?, preguntó el infante al poeta, que se rehusó a responder, agobiado por el cansancio de la jornada. ¿Y p’a, qué eres poeta, entonces?, inquirió el muchacho. En ese instante, mi padre maravillado por la precocidad del chiquillo, narró al pequeño inquisidor que la luna estaba hecha de queso…
Los versos de Gabriela Mistral, o los cuentos de Vicente Parrini, no son frías estadísticas sobre la realidad de los niños del mundo, porque fueron escritos al calor de la pasión. Ningún verso dirá que uno de cada cuatro niños menores de 5 años en el planeta, sufre de desnutrición crónica. No encontraremos en las páginas de esos cuentos que la tercera parte de las muertes de niños menores de cinco años, se debe a desnutrición endémica. Las metáforas no registran que 8 mil niños mueren, cada día, de hambre en el mundo, ni que la realidad de los 2,200 millones, a nivel mundial, depende más que de sofisticadas estadísticas, de la voluntad y sensibilidad políticas de nuestros gobernantes. Pero esas infancias robadas perviven latentes, en cada verso y en la prosa luminosa de aquellos textos trascendentes.
En el día mundial de la infancia incomoda reconocer que, en Ecuador, al menos, “uno de cada cinco niños, menores de 5 años, tiene baja talla para su edad por desnutrición crónica. El 12% de los niños sufre desnutrición global, y el 16% nace con bajo peso. Seis de cada 10 embarazadas y 7 de cada 10 menores de 1 año, sufren de anemia por deficiencia de hierro. Estas cifras casi se duplican en poblaciones rurales e indígenas; por ejemplo, en Chimborazo, la desnutrición alcanza un 44%, mientras el promedio nacional es de 19%”. En total, el 26,0 % de los niños ecuatorianos menores de 5 años tiene desnutrición crónica y de este total, el 6,35 % la tiene extrema. Estos son algunos indicadores que muestran la gravedad del problema y la urgencia de incrementar esfuerzos para combatirlo en el Ecuador revolucionario. Ahora es tiempo de reinventar amorosas estrategias enfocadas en la infancia, públicos empeños de una política dictada con ternura. No habrá revolución posible, sin un cambio esencial de esas infancias robadas a los niños del país.