De manera creciente las encuestas de opinión, especialmente aquellas que miden intención de voto, se toman el escenario previo a procesos electorales o consultas de gran envergadura. Algunas veces estos instrumentos fallan, como vimos recientemente con el Brexit o el acuerdo de paz en Colombia, otras apuntan de cerca a los resultados electorales, como acaba de pasar en la primera vuelta en Francia.
Hay todo tipo de encuestas también, no sólo electorales, aunque dentro de estas últimas están las que miden clima de opinión pública en escenarios electorales abiertos y aquellas que miden intención de voto, ambas tienden a menudo a confundirse en nuestra conversación cotidiana. También están aquellas cuyo rigor metodológico permite extrapolar resultados a la población (aunque siempre conviviremos con grados importantes de incerteza respecto a la veracidad de lo que los encuestados declaran) y aquellas que no pasarían ningún mínimo examen de confiabilidad ni rigor técnico. En cualquier caso, lo cierto es que las encuestas empiezan a copar cada vez más el debate en medios de comunicación y tienen, queramos o no, influencia en las corrientes de opinión pública pudiendo incluso generar efectos en el comportamiento electoral como el llamado “band wagon” o “espiral del silencio”. Por esta razón, algunos países han generado normas y códigos de ética para la realización de este tipo de estudios, haciendo al menos exigible que se publiquen las fichas técnicas que los sostienen.
Pero no nos detengamos en esto, porque el protagonismo que alcanzan las encuestas tiene que ver con un fenómeno más relevante y profundo en las democracias, que es el creciente y preocupante vacío de la política.
En efecto, que hoy las decisiones políticas sean presa de las encuestas que en muchos casos han hecho renunciar anticipadamente a la necesidad de poner el ethos y las ideas por sobre la popularidad, contribuyendo con ello a liderar procesos, es un problema del que nos costará mucho tiempo salir.
Con esto no sólo me refiero a las decisiones respecto a las candidaturas, mal que mal, es comprensible que los partidos busquen la eficacia electoral, el punto es que en este cuadro, los partidos renunciaron hace mucho rato a discutir en base a ideas y proyectos de sociedad.
Una muestra concreta de ello es la manera en que la Nueva Mayoría se enfrenta al final de este gobierno: con una coalición dividida, que llegará a primera vuelta con dos candidaturas, la cada vez mayor dificultad para que haya acuerdo en materia parlamentaria y el prácticamente imposible acuerdo programático.
Todo ello es resultado de la incapacidad para haber puesto a tiempo las discusiones sustantivas sobre la mesa, haber generado las condiciones para resolver los conflictos y en coherencia con ello, haber propiciado la emergencia de nuevos liderazgos. En un periodo presidencial que se propuso grandes metas desde el principio, los importantes logros alcanzados se ven cada vez más opacados por varias razones. Primero, porque el peligro de retroceso es de proporciones frente a un triunfo de la derecha. Segundo, porque frente a un escenario de división, las posibilidades que la izquierda que hoy representa el Frente Amplio aumentan considerablemente, incluso no es una fantasía pensar que puedan ser la fuerza electoral que pase a segunda vuelta (hay que ver que el escenario de alta exposición mediática de primarias los puede favorecer, frente a la desaparición de la Nueva Mayoría). Tercero, porque durante todo este periodo la Nueva Mayoría no hizo la tarea que debió asumir, discutir una manera de generar consensos y resolver diferencias, acordar un programa común claro y que generara compromiso en los actores y códigos de comportamiento mínimo para sus actores.
Así las cosas, hemos sido presas fáciles de la discusión cortoplacista de la política, que ha traído inevitablemente un vacío conceptual y de identidad que será cada vez más difícil de llenar con un par de puntos más o menos en las encuestas.
Fuente El Siglo
Gloria de la Fuente
Directora Ejecutiva. Fundación Chile 21