De todo lo que sucede en la vida queda siempre algo que aprender. Y este proceso electoral no se libra. Ahora que peligra todo lo ganado en estos diez años y que la partidocracia en pleno se agazapa, cual jaguar en la espesura de la selva, para saltar sobre el botín del país renovado, sería bueno reflexionar un poco sobre cuál fue el papel de las izquierdas ecuatorianas en esta reinversión del proceso iniciado hace una década.
Es cierto que todo proceso, toda relación, y todo en la vida, en últimas, tiende a desgastarse si no se dan renovaciones periódicas y si no se hacen pequeños altos para revisar aquello que no está saliendo bien, para reestructurar el camino y cambiar lo que requiera de cambios. Y en este proceso, también se puede aprender del adversario, que suele tener insospechados recursos útiles para quienes se encuentran en la lucha.
Por ejemplo, una cosa que se debe aprender de los movimientos de derecha (aunque se llamen de centro o aunque a veces tengan la desfachatez de autonominarse de izquierda) es su capacidad de unirse ante la emergencia. Ellos no se andan con medias tintas, con asepsias de último minuto, con melindres de ninguna clase. Por un momento fingen diferenciarse, pero en cuanto hay una necesidad imperante (como un balotaje), olvidan sus falsas diferencias, deponen por un instante sus intereses particulares, y proceden al cargamontón.
No así las izquierdas. Entre sí, se acusan de no ser lo suficientemente izquierdistas, o simple y llanamente de no serlo. Se hieren porque alguien les vio feo. Prefieren solidarizarse con las derechas ofendidas antes de pensar que disimular ciertas cosas, criticar constructivamente o subsanar diferencias en aras de un sano entendimiento sería un mayor aporte al verdadero objetivo de los progresismos, que es el bien común por encima de los intereses particulares. Disfrazan sus tesis dispares de feminismo, de ecologismo, de anarquismo, de libertad, etc., etc., etc., y así van ahondando brechas que no deberían existir. Como lo hizo el ‘honrado’ general que surgió del olvido para chimbar los votos útiles y que ahorita mismo acaba de sacar las uñas: descalifican la obra, critican los avances educativos, llaman ‘mamotretos’ a las escuelas del milenio y otras edificaciones, y finalmente hacen la de Poncio Pilatos: ni Jesús ni Barrabás, con lo cual aseguran la supervivencia de este último. Es de preguntarse: ¿alguien les paga?
Las izquierdas son asépticas hasta la hipocondria. Siempre están llenas de argumentos y buenas razones, pero no hacen lo que deberían, sin tanta palabrería: juntarse, limar sus asperezas, darle más importancia a lo que les une antes que a lo que separa. Dejar por un tiempo el perfeccionismo enfermizo, por lo menos hasta cuando los logros se asienten y la población tenga la suficiente madurez como para no dejarse convencer ni por los agoreros del desastre ni por los vendedores de baratijas. Dejar de regalarle argumentos a la derecha, que lleva siglos engañando a la gente de modos muy convincentes para que unos cuantos sigan manteniendo sus privilegios. Aprender el arte de la rabieta en una esquina abrogándose el ‘en nombre de todos’ cuando no llegan ni al diez por ciento de la población que se vería afectada por cualquier decisión. Robarse en conjunto las letras de las mejores canciones combativas, sacar de contexto las grandes ideas de los intelectuales y venderlas como propias para confundir a la gente, hablar golpeado fingiendo tener una autoridad que solamente les da su prepotencia.
Pero no. Con frecuencia las izquierdas se adscriben al arribismo de despreciar a un líder porque la prensa derechista lo califica de ‘autoritario’. No comprueban las afirmaciones. Caen en el juego de repetir rumores. Menosprecian a sus propios cuadros valiosos porque nunca se conforman con nada (o porque no les cumplió sus agendas particulares). ¿Qué pretenden? Si hay logros, los minimizan. Si hay líderes, los descalifican. Si hay procesos en avance, los detienen.
Es preciso que las izquierdas observen cómo los movimientos de derecha cierran filas en torno a cualquier impresentable sin ponerse a mirarle las costuras cuando de hacerse con el poder se trata. Ellos no han tenido jamás escrúpulos para apoyar, por ejemplo, a un aprendiz de tiranuelo torturador igual que a un abuelito tan culto y bonachón como corrupto, a un payaso demencial tanto como a un académico en negación de sus conflictos sexuales, a un simulacro de enano de Blancanieves, o al famoso dictócrata, y hoy mismo, a un prestamista de turbio pasado, aliado con un neurótico de conducta inadecuada al que no le importa envenenar de odio el corazón de su hijo menor de diez años enseñándole cómo se ahorca a un ‘borrego’, con el fin de salvaguardar sus intereses de clase. No les ha importado arropar al pirómano que amenaza con incendiar Quito, o al alcalde que exige resultados inmediatos al CNE pero es incapaz de entregar una parada de trole en más de un año, y a quien sus propios electores abuchean cuando el orador de turno le agradece la colocación de baterías sanitarias en el sitio de la protesta. De este lado, en cambio, los izquierdistas se espeluznan como damiselas cuando escuchan la palabra ‘pelucón’ y prefieren poner en riesgo el futuro del país antes de que algún gamonal les acuse de maleducados.
Irse con todo. Eso les falta a las izquierdas ecuatorianas. Dejar la asepsia para el momento de lavar la ropa sucia dentro de casa. Perseguir de verdad el bien común y abandonar el grotesco espectáculo de forcejear por intereses particulares fingiendo que es todo lo que necesitan para salvar a la humanidad. Agruparse. Unirse. Sumar de verdad. Dejar los melindres para otro momento. Desechar los escrúpulos a deshora y las vergüenzas inútiles. Y tener la útil vergüenza necesaria para dejar de lado sus diferencias y colocar la misión de la defensa del bien común por encima de cualquier minucia intrascendente.
Eso nomás les falta.