La cultura, realidad muchas veces inasible desde la perspectiva del poder político, tiene su propio modo de ser. No es casual que entre política y cultura exista una distancia significativa, pero que en la práctica compartan el rasgo de la intemporalidad, esa ausencia de presente que enuncia el actor y dramaturgo ecuatoriano Santiago Rivadeneira. A propósito de que en el país se promulgó, al cabo de nueve años, una ley de cultura, amerita una aproximación al sentido de ambas disciplinas. La cultura es a la ideología, aquello que la utopía es a la política. Es decir, la cultura contribuye a hacer sentido de trascendencia a la ideología; del mismo modo que los sueños utópicos otorgan una ontología posible, más allá del presente, a la política. Un aspiracional idealizante que señala el sendero por dónde transitar. Un deber ser que pone por delante los sueños plasmados en una estética, mientras que la política “se apega demasiado a las contingencias.” El artista, el creador, el gestor cultural -como se han de llamar hoy día- reclama del político una orfandad, en la carencia de “fines y objetivos de cumplimiento a largo plazo”. La llamada deuda cultural del Ecuador, tiene que ver con un futuro impensado, desprovisto hoy de utopías. Una propuesta que sucumbe ante la inmovilidad de conducir al ser humano solo a la preservación de los hechos históricos.
Rivadeneira ensaya una afirmación inquietante: no estamos en el mundo. Y esa ausencia del ser individual en relación con lo social, es asimilada como una obsolescencia biológica, o caída en desuso de sus mejores potencialidades. Será por eso -se cuestiona Rivadeneira- que “los discursos de los políticos jamás asumen el riesgo del presente, por eso mismo dejan de ser contemporáneos” o, diríamos, cotidianos. Y en esa vaciedad del presente precario es que se mitifican, -con fuerte carga ideológica- las nociones de cambio y orden, últimas instancias que nos redimen, históricamente, como colectivo social. A partir de entonces es que se esboza una visión de país y los programas de un eventual próximo gobierno. Y la idea fuerza es la “creencia absoluta en el progreso ilimitado”, es decir, no hay marcha atrás en la historia, lo cual no deja de ser evidentemente falso. Esta visión irresponsable de futuro -porque nadie lo asume como real- viene acompañada de la promesa de “modernización inevitable y determinismo tecnológico”, como panaceas que nos eximen de todo mal. Este discurso del cambio -constata Rivadeneira- implica “una sacralización de conceptos como progreso, libertad, razón, democracia, etc., convertidos en dogmas que integran, o son parte, del discurso del orden que tanto conmueve y altera a la derecha y a los receptores, casi sin matices entre ellos”.
Por eso es que los emisarios de este galimatías mezclan, en un mismo saco, al futuro con la idea de desarrollo civilizatorio, sacralizando la promesa de “avanzar” por la historia sin escollos. Por eso insisten en que el crecimiento económico es la única vía posible, y el discurso de orden, como camino para volver a la institucionalidad perdida. Estos mitos, siendo falsos, son verdaderos en el imaginario social, y por tanto, son reales, “como eso de que la tecnología nos va a redimir en sí misma”. Nada más distante de la realidad está la idea de reemplazar episteme por tecné, -como decían los griegos en la antigüedad-, es decir, la capacidad de pensar por la habilidad de hacer, cayendo de bruces en el pragmatismo que nos ahoga en la actualidad.
Será por eso, que las propuestas y proyectos políticos que oímos en la campaña, tienen ese fuerte sesgo a tecnocracia, o burocracia incapaz de pensar el porvenir como resignificación del sentido de la historia. Por el contrario, nos quisieron hacer creer que todo pasa por el estómago como fin último, cuyo principio es el trabajo y su capacidad de producir bienes materiales y salarios para los operarios de ese proceso consumista. Entonces no es extraño que la cultura está ausente, como la gestión humana que abarca todo lo que hacemos por vivir. Peor aun, la cultura como simbolización del quehacer de vivir.
Como si no fuera suficiente, el segundo componente de la propuesta es la idea de orden, es decir, la sumisión a una lógica integradora “que garantiza al país su desarrollo y su progreso”. Santiago Rivadeneira lo sintetiza así: Y para decirlo con palabras de Pablo Valenzuela, expresiones como “verdadero desafío de nuestro tiempo”, “derecho inalienable al desarrollo”, etc., no están solo referidas al proceso de reactivación de potencialidades para el mejoramiento social…sino que se vinculan a un modelo concreto de desarrollo, construido con la racionalidad económica y la lógica social del sistema capitalista”. De manera que, los discursos del cambio y del orden que la derecha política construyó en su campaña electoral, forman parte de “un modelo civilizatorio” como verdad absoluta, y se nos vende bajo la idea de que “garantizan una segura y necesaria evolución social”, como la madre de todas causas de desarrollo y progreso.
Estos dos grandes paradigmas -el cambio y el orden-, son parte de esa perversa jerarquización cultural de la derecha, como un modelo económico de crecimiento que se regula, exclusivamente, por la lógica del mercado. Allí donde prima la razón de la acumulación, no cabe ya la utopía; en el espacio donde el mercader puso el ojo, puso al mismo tiempo la bala que aniquila toda posibilidad de concebir la cultura como transformadora de futuro. Ya no es viable otra alternativa ideológica, se la niega y excluye por irreal y utópica. Si bien la Revolución Ciudadana ha puesto en duda referentes, tales como desarrollo, progreso, civilización, etc., la deuda cultural de fondo consiste en no haber desmantelado la idea de que las fuerzas del mercado garantizan el cambio y el orden. Panaceas que, al mismo tiempo, sacralizan el modelo capitalista hasta volverlo incuestionable e insustituible por otro modelo humanista, donde el hombre protagonice la historia por sobre el capital como se enunció, sin cumplir a cabalidad la promesa.
Rivadeneira, activa la alarma y nos recuerda que el pueblo a veces, o casi siempre, entre el adjetivo posible y el adjetivo imposible, “hace su elección y elije el adjetivo imposible, porque vive lo imposible y hace lo imposible”. En esta realidad, radica otra: la cultura se puede alinear a la política, porque los artistas, intelectuales y creadores exploran de forma activa lo imposible. El arte es subversivo, en la medida que se revela contra el inmovilismo. La cultura es revolucionaria, en cuanto agita el ser social contra la pasividad, porque la pasividad siempre sirve a quienes defienden el sistema. Y el sistema capitalista vigente -coincidimos con Rivadeneira- es la forma corrupta y depravada de someter y destruir a los más postergados. Nuestra elección por el recambio de poder, debe ser un ejercicio de identificación con propuestas que prometan algo más que empleo, como medio de vida. Hoy, más que nunca, necesitamos cobrar la deuda cultural: en términos contantes, significa reivindicar la cultura como recuperación del sentido de vivir. Una cultura asimilada como nuestra forma de ser hacedores de futuro. Solo entonces la cultura -superando una maroma de divorcio pactado- se reconcilia con la política.