Vivimos una época de posteridad sin límites, en la que todos podemos trascender la barrera del anonimato. Antes, cada quien tenía su cuarto de hora de popularidad, hoy todos los días podemos saltar a la fama efímera de una fotografía en Facebook, Instagram u otra plataforma digital. Vivimos la era del yoísmo fotográfico o selfie, todos podemos ser fotógrafos y, lo peor, de sí mismos.
Selfie es la voz de alarma que anuncia el fin de la fotografía dialogal sustituida por el imperio de la autofoto. Selfie, -con todo ese tufillo de individualismo-, esta palabreja es mencionada en 365 mil publicaciones semanales en Facebook y en al menos 150 mil tuits. Los selfies gozan de tal mitificada popularidad, que 150 millones permanecen etiquetados en Instagram. Según estadísticas de los archivos de Priceonomics, el 30 por ciento de las imágenes capturadas por jóvenes entre 18 y 24 año, son autorretratos. En una de cada tres instantáneas el objetivo es el propio yo.
Esa tendencia postmoderna echa por tierra todo lo que la modernidad tuvo por trascendente, a la hora de lograr una buena imagen de la realidad circundante. Murió la fotografía y ahora vive la postfotografía, y con ella fenece el acto generoso de capturar la efigie del otro. Esa otredad ya no interesa como antes cuando fue apertura, seducción, y hoy es reemplazada por el egocentrismo y autoafirmación de la imagen propia.
Y con la tendencia al auto estímulo, casi onanista, de tomarnos una foto con la lente enfilada al rostro, prevalece el secreto afán de sobrevivir al momento, cruzar el límite de ese tiempo que congelamos en la pantalla del celular. Entonces la autofoto ya no es tomada con intención de registrar, sino de testimoniar aquí estoy, estoy soy, etc. La idea, patética por lo demás, es llamar la atención de los demás a que seguimos aquí. Ya no importa sobre qué escenario, con qué fondo a nuestras espaldas, todo lo que importa es mostrar mi rostro distorsionado por la proximidad de la lente. En un acto de complicidad neurótica los selfies ahora también son grupales, entonces se trata de alejar el celular para lograr tiro de cámara para que todos los obsesos de la autoimagen entren en el cuadro.
Jorge Carrión, de El País, cita a Joan Fontcuberta, teórico español de la comunicación, quien llama fotografía conversacional al selfie. La mención es notable y alude al carácter de las imágenes que conforman un lenguaje en las redes sociales, porque reemplazan y dicen más que mil palabras. Este acto solipsista de tomarnos una auto foto tiene orígenes en un hecho cotidiano ocurrido, en 1908, en una clínica de Copenhague el momento en que Edvard Munch se toma una foto para mostrar su recuperación. Luego, en 1920, un grupo de fotógrafos de Byron Company en Nueva York, se hace un selfie colectivo y lo publica.
El selfie es la imagen del habitante solitario de un mundo hiperconectado. Antes de la irrupción de los celulares y de las imágenes producidas con sus cámaras incorporadas, solíamos pedir a alguien que nos tome una foto del paseo. Ahora no. Ya no hace falta que exista nadie a nuestro alrededor, estamos solos en el mundo con nuestra cámara en la mano. Y ni siquiera es necesario que alguien nos informe un sitio interesante para visitar, porque todo está en el celular conectado por censores al GPS del Google Maps. Incluso hoy día hasta es imposible la aventura de perderse en el planeta.
Fontcuberta, -cita Carrión-, insiste en que no asistimos al nacimiento de una nueva técnica. Estamos en presencia de la “transmutación de unos valores”, según escribe en La furia de las imágenes. No presenciamos, por tanto, la invención de un procedimiento, sino la desinvención de una cultura: el desmantelamiento de la visualidad que la fotografía ha implantado de forma hegemónica durante un siglo y medio.
Según esta sentencia fontcubertana, ya no podemos hablar de fotografía. Está claro que la fotografía digital difiere, técnica y conceptualmente de la fotografía analógica. La fotografía ha muerto como depósito de memoria. Fontcuberta anticipa una idea inquietante: las fotografías analógicas tienden a significar fenómenos, mientras que las digitales, conceptos. Es singular constatar que ya no se dice revelar una fotografía, sino “abrirla”, porque “ya no es sinónimo de memoria, sino de grito, de reafirmación, de tiempo real, de presente”.
Como corolario de las afirmaciones del Fontcuberta, -fotógrafo conceptual notable, premio Hasselblad-, es la idea de asistir al nacimiento y defensa del “nuevo paradigma de la producción de contenidos”, artísticos o no, en el siglo XXI. Se trata de un contexto nuevo donde prima “la apropiación y el reciclaje, la circulación de las imágenes sobre su contenido, la autoría colectiva y compleja sobre la individual y aislada”. Ahora el papel del artista, según Fontcuberta, “ya no trata de producir obras, sino de prescribir sentidos”. Esto conduciría a un destino inexorable, en cuanto al papel del artista: no rendirse ni al glamour ni al mercado para inscribirse en la acción de agitar conciencias. Y es el propio ejercicio del solipsismo fotográfico del selfie, que nos lleva a concebir una tarea común entre el curador y el artista, entre el profesor y el activista: correr el riesgo de ensayar, de errar, de superar y de acertar. Otra forma de ganar el derecho de reinventarnos.