Alguna vez Gabriel García Márquez escribió que “el periodismo es el mejor oficio del mundo”. Seguramente hacía referencia a la vieja guardia de periodistas que más que una profesión vivía, día a día, una vocación en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario. Ejercían en “una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto”. Eso era un periódico. Un lugar que la vertiginosidad de nuestro tiempo ha hecho perder el sentido de “investigación, más reflexión y dominio certero del arte de escribir”.
Aprendimos en el aula de la Escuela de Periodismo que escribir es describir, pero ¿cómo describir la realidad, -aquello que llamamos fuente-, si el periodista no se pregunta “si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino? Por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente”. De allí que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio, concluye Gabo.
Y los peligros son múltiples, desde la autocensura a la obsecuencia con el poder o sucumbir ante el peor de los riesgos: perder contacto con la verdad. Y ese camino está plagado de buenas intenciones, de favores sin temores. Basta ser obsecuente con el dueño del circo para convertirse en payaso de las empresas informativas. Comediantes de la información que, a diferencia de lo que nos inculcaron en las aulas universitarias, -informar, entretener, educar-, solo practican a medias lo segundo: farandulizan la realidad con sospechoso mal gusto. Reinventan las noticias con fantasías desprovistas de imaginación. Los gajes del oficio enseñan que la verdad es una sola, no la torta de la que cada quien se lleva una rodaja, pero hay versiones de la realidad. Existen miradas interesadas que matizan bajo el tamiz de las ideas, sentimientos y pasiones los rasgos del entorno circundante. Por eso no es fácil el arte de describir al escribir. Es un desafío siempre pendiente. Ya en la práctica aprendimos que la objetividad de la que nos hablaron en el aula es un mito, porque la ideología como la niebla, lo envuelve todo. En el bregar cotidiano descubrimos que la imparcialidad es una apuesta a la hipocresía. Y que el único camino es echar mano de los fundamentos éticos aprendidos, en mucho de los casos, en el seno del hogar. Trasladados esos principios al oficio, la ética no es un deber ser, es una práctica que consiste en reconocer el derecho a informar y estar bien informado: mostrar la diversidad de versiones.
Pero el ejercicio del quehacer periodístico real va transfigurando la profesión idealizada en la Universidad. En la brega profesional, los de entonces ya no son los mismos. Hoy, los asalariados del poder económico de empresas o medios de información convertidos en actores políticos, se venden al mejor postor. Son mercenarios de la palabra de empresas mediáticas convertidas en cloacas con antena, como alguna vez calificó el ex Superintendente de Bancos, Juan Falconi Puig, a Gamavisión. La historia de los comunicadores que accedieron de frente a la política como funcionarios públicos elegidos en votación popular, no es menos vergonzante. Incursionan en la política con desgracia y usan el poder del micrófono, la pluma o la pantalla como trampolín político. En el devenir de su gestión se convierten en mediocres portavoces, camiseteros o sumisos que por serlo, defeccionan. Conocidos son los casos del Maestro Juanito que obtuvo la alcaldía de Quito, luego de una carrera en la radio; Vicente Olmedo que llegó al parlamento encumbrado en la fama que le dio la televisión y que luego fue destituido; Jimmy Jairala, elegido por votación popular a la Prefectura del Guayas, afín al movimiento oficialista al que abandonó para afincarse en otra tienda política. Carlos Vera, de reconocida afinidad con la derecha, dejó el rol de presentador de noticias de Ecuavisa, para luego dar tumbos en la política, sin mayor proyección. Los agoreros del desastre usan el micrófono como resumidero de obsesiva oposición mediática al presidente Rafael Correa. Conocida es la postura del colombiano José Hernández, y de los presentadores de televisión y radio Jorge Ortiz, Gonzalo Rosero o Alfredo Pinoargote que, haciendo uso de la libertad de expresión imperante en el país, no escatiman esfuerzo en ejercer una dura crítica al régimen de la revolución ciudadana.
En los últimos tiempos un programa de televisión matinal, Desayunos de TA, conducido por Janeth Hinostroza, se ha convertido en la tribuna mediática de la oposición al régimen de Correa. Lo que se concibió como un espacio de entrevistas de diversas fuentes, se convirtió en un tribunal dedicado a juzgar lo bueno, lo malo y lo feo del gobierno actual. Por dicho espacio han transitado, en mayor cantidad, voceros y candidatos opositores al régimen; no obstante, también tienen presencia funcionarios gubernamentales y últimamente candidatos de las listas oficiales. Una entrevista con Lenin Moreno que tuvo lugar esta semana, marcará un hito en ese programa por la solvente forma como el entrevistado condicionó la animosidad de la periodista e impidió ser convertido en el acusado del banquillo. Un Lenin Moreno auténtico, humano, convencido y convincente, proyectó una solvente imagen de honestidad y capacidad para llevar a cabo un cambio verdadero en el país. El entrevistado, con admirable serenidad, impidió a la conductora hacer de las suyas en el propósito de desprestigiar su proyecto político. La periodista de Teleamazonas no mostró mayor interés en preguntar por las propuestas de campaña del entrevistado, aun así por su bondad, transparencia y veracidad, Moreno obtuvo un triunfo a su favor en la entrevista, según la percepción ciudadana.
No obstante, a pocos minutos de finalizada la entrevista con el ex Vicepresidente, diversos comentarios en redes sociales se dedicaron a tergiversar las afirmaciones de Lenin Moreno con el único afán de perjudicar su imagen electoral. Sorprendió que otro comunicador, Gonzalo Ortiz, convertido en candidato por una lista opositora, eche mano de una manida manipulación del video descontextualizándolo al pretender hacer aparecer al candidato de Alianza País como contrario a la dolarización. Al margen de que es una insinuación falsa, la dolarización tampoco es una panacea salvadora de los males económicos que nos aquejan. Para una clara compresión de este hecho, Lenin Moreno aseguró que, si llega a ser Presidente, seguirá apoyando la dolarización. La transcripción de lo dicho por Moreno es la siguiente: “Hemos considerado que el dólar nos ha sentado bien y que los ecuatorianos confían en él y hay que mantener la situación de la dolarización”.
Es hora de que el periodismo retorne al sentido del que hablaba García Márquez para que, al menos, exista diversidad informativa y se contrasten las fuentes sin manipulación de las versiones vertidas. El periodismo no es un arma letal, ni un paño de lágrimas, es un servicio público a la ciudadanía que tiene derecho a la comunicación como un vehículo de inclusión y dignidad. Derecho a estar bien informada sobre los grandes temas y las grandes historias trascendentes para el país. El periodismo -como afirma García Márquez- es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no lo haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso, podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.