El tiempo pasa y todo lo transforma por su capacidad de depurar las cosas. En un proceso histórico natural, las verdades de ayer hoy ya no lo son, y lo de hoy día será su contrario mañana. En ese pretérito presente, en esa forma cíclica con que la historia suele repetirse -una vez como tragedia y otra vez como farsa-, sorteamos el camino como un campo minado. La cultura, ese quehacer que caracteriza el avatar humano, a veces a contramano de la naturaleza, hace sentido otorgando al hombre su intrínseca condición: el hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma. Pero esa conciencia suele entrar en contradicción al promover desvalores culturales que niegan el más elemental de los anhelos: vivir en armonía, justicia y libertad.
El año que termina ha significado un nuevo capítulo de incertezas en el plano internacional con la vigencia de un permanente estado de guerra que ensombrece el futuro. La violencia aprende a negociar con la violencia, imponiendo la pedagogía del terror. El Estado, en diversos países considerados democráticos, se vuelve contra los ciudadanos y en aquellos donde promueve políticas públicas con sentido social, es considerado un aparato nocivo para los intereses privados. Los poderosos creen firmemente que dosificando bien la inestabilidad –que es lo que llevan haciendo desde siempre-, puede ayudarles a conseguir sus objetivos inmediatos, y de paso a perpetuar su estatus quo de inequidad y exclusión.
La lucha de clases, más allá de constituir una categoría de análisis sociológico, es una realidad que la humanidad no supera históricamente. Bajo esas miradas, con persistente frecuencia se habla de crisis como un estado natural o una forma de ser de nuestros países. Tan manido es el recurso de culpar por todo a la crisis, que se parece al lobo del cuento: se la anuncia sin creer en el aviso y cuando llega nos sorprende desprevenidos. Los agoreros del desastre hablan de crisis para amedrentarnos en una constante diagnosis de fatalidad en la que el desaliento es el pan de cada día. Hartos estamos de aquella visión apocalíptica del mundo, que destila mala leche por los poros y hunde el ánimo de cualquiera. Ahora resulta que es un buen negocio pregonar el mal para maquillar la realidad con nimias gotas de bien. ¿Qué son sino las “campañas de ayuda social” o la “preocupación por la comunidad”, de las que tanto alardean los medios informativos para exculpar su conciencia? Una verdad prevalece y confirma que todo proceso de cambio exacerba valores, sentimientos y anhelos de la sociedad, poniendo en tensión diversas potencialidades que se enfrentan en una persistente lucha de contrarios. En un bando se ubican quienes buscan des construir lo conseguido -con esfuerzo individual y colectivo-, mientras otros apuestan a nuevas utopías posibles. El año 2016 ha demostrado que “la crisis” ni es un estado financiero, ni una estadística económica, es más bien un estado del alma que influirá en nuestras decisiones políticas, en la mirada que demos con otro cristal a la realidad circundante.
Al final de este viaje anual que concluye habría que ensayar una fórmula simple, pero al mismo tiempo compleja: ser feliz con lo que se tiene y cambiarlo, verdaderamente, para mejor. No llorar por lo perdido ni por aquello que aún no se ha conseguido. No es fácil, tampoco imposible, desear un feliz año próximo, cuando todos sabemos que, más allá de los buenos deseos, el futuro hay que labrarlo con los bueyes que tenemos. Esto amerita confiar en el país, afirmarnos en nuestras propias fuerzas sin complejos. Vivir peligrosamente, volver amar los riesgos que depara el 2017. Bienvenidos a un año de lucha y esperanza .