La revolución tiene la virtud, para bien o para mal, de hacer emerger los valores profundos de un pueblo. Bajo un proceso revolucionario la sociedad se propone un futuro y se aferra al pasado, en un desdoblamiento que agudiza las contradicciones de clase, región, etnia o género. Una revolución tiene la capacidad de exacerbar la realidad de un país, haciendo aflorar sus cualidades, atavismos y mitos como voltear un cajón de sastre que oculta disímiles contenidos.
La Revolución Ciudadana no ha sido una excepción. Más allá de las deudas pendientes del proceso -como la ausencia de una revolución cultural, agraria o económica que dejó pendientes transformaciones estructurales-, este proceso desmanteló el esquema político vigente -hasta hace una década-, con el desplazamiento de los sectores de poder tradicionales de la costa y de la sierra. Esto hizo reaccionar a los grupos conservadores de la derecha, socialdemócratas y de la izquierda política que se unen a coro en oposición al gobierno de Rafael Correa que resisten al cambio.
Las políticas públicas en ámbitos de la educación, salud, vivienda, vialidad, entre otros, tomó en cuenta a sectores indigentes y socialmente marginales que se vieron beneficiados con infraestructura, bonos de pobreza y de vivienda, créditos estatales fáciles, etc., como mecanismos de redistribución de la riqueza y optimización del reparto de regalías provenientes de la explotación de recursos naturales como petróleo, minería, etc. No obstante, esa acción hizo emerger a sectores de clase media que accedieron al poder desde otra perspectiva de intereses. Y, al tiempo, empoderó a sectores históricamente marginados del beneficio de los recursos materiales del país, situación que provocó la reaccionaria respuesta de los grupos de poder económico que se sintieron afectados por leyes distributivas y arancelarias que buscan equiparar al país en una equitativa realidad económica.
La Revolución Ciudadana impuso un paradigma constitucional proteccionista, con reconocimiento de múltiples derechos colectivos e individuales que favorecen a amplios actores de la ciudadanía. La Constitución del 2008 consagró a Ecuador como un Estado unitario, plurinacional e intercultural, restaurador de los derechos humanos y de la naturaleza. Los preceptos constitucionales puestos en vigencia en la Carta Magna vigente echaron por tierra un largo capítulo histórico de inequidades económicas, privilegios políticos y exclusiones sociales y étnicas que caracterizaban al país desde sus inicios republicanos. A partir de la nueva Constitución sectores indígenas, afrodescendientes, fueron reconocidos en calidad de nacionalidades, acreedores a la territorialidad, un sistema de justicia propio y el reconocimiento de sus expresiones culturales, formas organizativas, lengua y saberes ancestrales.
ECUADOR YA CAMBIO
El periodo revolucionario que será evaluado en las próximas elecciones presidenciales del 19 de febrero del 2017, otorga al pueblo ecuatoriano la oportunidad de continuar las transformaciones revolucionarias de la sociedad, ir al cambio verdadero o involucionar a viejos esquemas de gobernanza, enriquecimiento ilícito y postergación social. En esa perspectiva, sectores de oposición al régimen de Rafael Correa han diseñado una hoja de ruta que incluye el retorno a viejos estilos de gobierno representados por la ultra derecha del socialcristianismo, la centroizquierda socialdemócrata, el populismo costeño y marginales sectores de la ultra izquierda. En un concierto coral, repiten discursos que buscan restaurar la política de la partidocracia desplazada del poder, en tanto, los medios informativos se hacen eco de sus manidas expresiones proselitistas convertidos también en actores políticos de oposición.
Ya en la práctica, la oposición organiza su participación electoral recurriendo a todos los recursos disponibles que incluyen aportes económicos nacionales e internacionales, asesoramiento de consultores políticos de reconocida estirpe mercenaria, conformación de listas con personajes de farándula, alianzas espurias con los enemigos de ayer, montaje de campañas de desprestigio del oponente y un largo etcétera. Al festín electoral, donde el fin justifica los medios, concurren traidores de sus propios principios, figuretes y oportunistas, cazapuestos de tomo y lomo que se venden al mejor postor. Pero la ambición de las partes impide alianzas representativas en firme. Tal es el caso del bochorno de Ramiro González, César Montufar o Paul Carrasco, entre otros, que buscaron denodadamente un sitio en las listas de la derecha socialcristiana o en la tienda del banquero Lasso y que finalmente se ubicaron, a como dió lugar, en espacios de los pequeños poderes destinados a los adláteres.
Conformadas las tiendas electorales, éstas se dedicaron a vender lo de siempre: una “imagen”, carente de principios ideológicos manifiestos que fueron reemplazados por ofertas de campaña demagógicas, sobredimensionadas o simplemente fuera del pilche. Los manoseados argumentos de “defensa de la democracia o la libertad” formaron parte, en primera instancia, del discurso electoral de la oposición como una forma de amedrentar a los ciudadanos ante el peligro de una supuesta dictadura vigente en el país. Luego, el argumento se desplazó a la defensa de la “libertad de empresa, del patrimonio familiar” de grupos privilegiados o a la cantaleta de “la crisis” como agoreros del desastre y futuros salvadores de la patria.
En ese afán, el sensacionalismo electorero se puso a la orden del día en campañas orquestadas desde el exterior, con denuncias de corrupción y amenazas de juicio político contra funcionarios del régimen, que si bien expresan la sed de venganza que les anima, no excluye una lucha frontal contra la corrupcion, necesaria desde el propio Estado para sanear las instancias del poder ocupadas por elementos considerados traidores a la revolución. El tono beligerante que se ha manifestado, incluso antes de que la campaña inicie oficialmente el 3 de enero, da una idea del clima que vivirá el país en el próximo mes y medio. Los contenidos de campaña evidencian una propuesta al pretérito presente, es decir, al pasado político del Ecuador de hace tres o cuatro décadas. ¿A qué pasado quieren regresar candidatos como Lasso, Viteri, Moncayo o Bucaram, a la represión política, al feriado bancario, a las tarimas de la corrupción, a la inestabilidad económica, a la marginalidad social, a la pugna de poderes, a la guerra fratricida, etc.?
Todo apunta al propósito opositor, revanchista y vengativo de desbaratar lo conquistado en una década ganada para la ciudadanía, con promesas de derogar leyes de comunicación, salvaguardas, plusvalía, seguridad social, educación, etc. Pretensiones mezcladas con fuerte dosis de un discurso demagógico que ofrece, sin decir cómo, millones de empleos, inversión foránea, casas populares, etc. A esa retahíla de discursos distorsionadores de la realidad se suman las voces destempladas de improvisados faranduleros, reinitas cantonales y uno que otro desubicado, que denigran a “los muertos de hambre” o “las empleadas domésticas” por su condición social, racial o económica y por el simple derecho a pretender una vida digna. Estas expresiones denotan el Ecuador que vive el vacío cultural propiciado por una prensa sensacionalista, mentirosa y oportunista que difunde la masificación banal de contenidos de sospechoso valor.
El Ecuador ya cambió, ha dicho el Presidente Rafael Correa. Si, cambió en muchos aspectos positivos, superando el viejo sustrato del País de Manuelito que amenaza volver. Ecuador, no obstante, se debe una nueva oportunidad con el cambio verdadero que está por venir.