El mapa electoral ecuatoriano tiene altos y bajos, como si de una geografía humana accidentada se tratase. Militares golpistas maquillados de demócratas. Banqueros camuflados en falsas historias de niños pobres. Delfinas de la remozada buroaristocracia guayaquileña. Ricachones patéticos obsesionados con el poder político. Abogados herederos de la más supina corrupción guasmeña. Y, uno que otro improvisado en la politica local. Ante esa geografía humana, todavía a poco más de dos meses para las elecciones presidenciales y parlamentarias del próximo febrero 19, existe cerca de un 60% de indecisos, según los encuestadores. Seis de cada diez ecuatorianos no se pronuncian en los sondeos, a favor ni en contra de ninguno de los candidatos; sea por desconocimiento de sus perfiles y propuestas, o porque practican el viejo adagio de ante la duda abstente.
Una duda que surge desde la propia actitud de los candidatos de oposición empecinados en crear el odio, la desazón nacional para fungir de redentores. Obsesivamente opuestos a todo lo que huela a continuismo, echan mano a la calumnia, al escarnio y la mentira para desacreditar al contendor que pretende suceder a Rafael Correa, ampliando y corrigiendo 10 años de gobierno actual. Cegatones y empecinados, creen que pueden dar lecciones de democracia, economía y moral, y esto es otro ejemplo de su frivolidad política.
Todos los candidatos -excepto el oficialista Lenin Moreno-, son herederos de la partidocracia; cual más cual menos, es discípulo de quienes tienen rabo de paja a punto de arder en la flama de la vergüenza de haber esquilmado a un pueblo y vendido el país al mejor postor del neoliberalismo internacional. La diferencia radica en el grado de ambición personal que les caracteriza y en los espejismos embaucadores que venden como trivial mercancía.
Ellos y ellas, que hoy se presentan como adalides de democracia y libertad, son los viejos engendros de la añeja política del clientelismo y la exclusión social. Son el fruto histórico de ese tiempo inestable y corrupto en que la omnímoda voluntad de cada uno de sus amos y titiriteros, era la ley impuesta con semiverdades y mentiras acerca de la realidad del país. Ellos y ellas, solo repiten hoy, cual muñecos de ventrílocuo, anticuadas fórmulas electoreras, demostrando primitivas prácticas políticas. En los gobiernos donde se afincaron como en hacienda propia, sus antecesores decidieron la vida de millones de ecuatorianos lanzados al destierro, agobiados por el drama del feriado bancario que los dejó en la miseria. Los redentores de hoy, son legatarios de los antiguos dueños del viejo país. Del Ecuador del no se puede, del país del complejo de inferioridad histórica que solo interesaba al FMI para hacer su negocio chulquero, y a otras cuantas rapaces compañías transnacionales que esquilmaron el territorio nacional explotando nuestros recursos naturales.
Los indecisos de hoy tendrían que haber vivido, para no olvidar, en el Ecuador de los años sesenta, sentimental y agrario, con la miseria camuflada de atractivo turístico en la costa paupérrima de guasmos y prosperinas, o con huasipungos serranos donde el servilismo era la forma de sobrevivencia campesina indígena. O el Ecuador de los setenta, indolente y petrolero, modernizándose a empujones al ritmo del festín del oro negro y la depredación del territorio. El país de los mandatarios corruptos, fugados a Panama y a los EE.UU, o el de los banqueros ladrones huidos a Miami. ¿A qué pasado nos quieren regresar los redentores de la patria?
¿Indecisos? Sí, pero olvidadizos también. Andan hurgando donde no hay, un salvador del país entre demagogos remozados y la mayoría revanchistas. Dime con quién andas y te diré quien eres, dice el adagio popular. No es permisible que el devenir del Ecuador dependa de quienes dudan ante la responsabilidad de apoyar un proyecto político coherente, viable y necesario, para consolidar un futuro de convivencia nacional armónico con los valores trascendentales de la patria. Habrá que reflexionar, con la mano en el pecho, qué país queremos.