Ejercer la memoria suele ser un acto de amor o de rebeldía. Bien sea la memoria poética -sugerida por Milan Kundera-, que permite recordar solo lo que amamos; o la memoria insumisa que evoca aquello que incita a rebelarnos. En ese avatar evocativo, acaso no hay amor sin rebeldía, ni rebelión sin la pasión con que reivindicamos lo amado. El arte, gestión esencial del ser humano, suele ser ese campo fecundo donde prevalecen vientos de lucha y germinan espigas de esperanza, a través del alegato cardinal del hombre que formula interrogantes en busca de respuestas que desaten el nudo existencial de la condición humana. Cuando los demás discursos sucumben en incertezas y las respuestas no son más que angustiosas interrogantes, el arte hace sentido a las cosas trascendentes de vivir. No obstante -apunta Avelina Lésper-, hay un falso arte. Una simulación que da cuenta equívoca del mundo, un juego de abalorios, simulación del ser que es nada más una mimesis, cuya «carencia de rigor ha permitido que el vacío de creación, la ocurrencia, la falta de inteligencia sean los valores de este falso arte”. En connivencia con el simulacro, dicho arte es un ejercicio ególatra. Arte contemporáneo endogámico, elitista, como vocación segregacionista hecho para complacer a las instituciones y a sus patrocinadores. En contrapunto, el arte de Pavel Égüez es gesto verdadero en sensu stricto. Narra la realidad cotidiana del hombre y la mujer, afincada en su íntima condición humana. Da cuenta de la historia del ser social en lucha plural por los derechos colectivos. Dos momentos de una misma historia, dos instancias de una sola travesía. La obra de Égüez es gesto creativo que va en sentido inverso a lo que Marx llama una fantasía desprovista de imaginación. Égüez es un creador de imágenes premunidas de imaginación con clara simbolización de las formas, en el acto de aprehensión de la realidad. En ese proceso creativo, el pintor apela a una experiencia vital pletórica de imágenes, en un ritual de iniciación que confronta al niño con originarios balbuceos y permite al artista proponer una estética del mundo. El niño Pavel reservó en su memoria una imagen primigenia.
-Me acuerdo de coger un perejil, hacerle bolitas, y con eso dibujar los verdes sobre la piedra. Las primeras manchas, o líneas, nunca fueron a lápiz en papel. El lápiz y el papel surgen mucho después, pero el dibujo real está en el vaho que queda en los espejos, en mover el dedo sobre ese polvo gris que queda a veces en los automóviles, donde siempre estás buscando una imagen que te recuerde esta sensación que es la de la mano como productora de mil posibilidades de imagen. El sacar la imagen que está de alguna manera en la cabeza, siempre a través de la mano que al moverse hace los primeros dibujos. Recuerdo esas manchas verdes, el olor que dejaba el perejil sobre la piedra, y las primeras líneas curvas, que después serían cabezas, ojos, hojas, ahí nace mi acercamiento con el dibujo, una cosa absolutamente natural que todo niño hace.
Esas tempranas escenas tenían lugar en la casa de la abuela de Pavel, el entorno propicio para crear imaginarios universos, marcado por la presencia de una abuela materna bondadosa que siempre vestía de negro estricto y cuidó a sus nietos como hijos. -Mi abuela fue muy maternal y profundamente religiosa, siempre con su rosario en las manos, una bolsa de golosinas y pan para los nietos, vestida como una de las beatas pintadas por el maestro Eduardo Kingman; a esta imagen se suma la de una prima de senos grandes, solterona, que me desborda en cuidados; mis padres, que en mi memoria existen también tardíamente, es decir entre los seis y siete años; mis hermanos, cinco mujeres y dos hombres. Sin esa abuela de la guarda, el hogar del niño no habría sobrevivido. Gustavo Égüez, padre de Pavel, víctima de un accidente quedó inmovilizado varios años de cuerpo entero. Su yeso blanco se fue llenando de grafías que el niño dibujaba cuando el padre dormía, y corría del susto cuando despertaba. Mientras Clema, la madre, tejía lanas de madejas de embobinar en grandes ovillos, el ruido de la máquina de coser y tejer era parte fundamental de la geografía de la casa. A ratos, Pavel remarca el polvo sobre los muebles, moviendo la mano y haciendo algunos trazos que son los que le llevan después al dibujo.
-Entonces tuve esa sensación de que solo con el dedo apareciera la imagen y se suscitara la forma. Esa misma sensación cuando dibujo en el IPad, me recuerda muchísimo mis primeros dibujos. Esa libertad donde no necesitas ni siquiera un intermedio, el lápiz o el pincel, que ya son algo extraño a la mano.
La huella se convierte en ícono gracias a la procedencia digital de una mano hacedora en constante movimiento. Instrumento natural que sintetiza una danza y formas que están en la naturaleza para transmitirlas a la tela o al papel. No la huella arbitraria del falso arte, no la simulación de la forma, no el soslayo de una realidad lacerante. La infancia del artista fue generando el acervo de imágenes que durarían la vida entera, que saltan de la memoria en cualquier momento con naturalidad para que la creación de Pavel Égüez siempre sea una sorpresa.
-Me veo de niño y no me acuerdo cómo era, pero siento que el niño sigue vivo, sin él no podría ser feliz al pintar.
Y nuevas imágenes acuñadas desde la infancia convocan al pintor a la algarabía de recrear la realidad sublimándola o transformándola en nombre de una utopía inmanente que acompaña sus primeros descubrimientos del oficio de pintar. Es en la creación de los grandes maestros que Égüez encuentra uno de los motivos más esenciales del ser pintor. Arrellanado con un libro de arte entre las manos, Pavel se deslumbra con el lenguaje cubista de Pablo Picasso. Habitante de un país no incluido en los circuitos de las exposiciones internacionales, Pavel halló en los libros esa ventana desde donde mirar el universo artístico y descubrir las posibilidades expresivas de la pintura. -Una cosa que me asombra es que el papel tiene mucho significado en mi obra, porque me sorprenden muchísimo los primeros libros con imágenes. Fue a través del libro, del encantamiento que es abrir un libro de arte y mirar lo que puede hacer un artista en cualquiera de las épocas, eso es maravilloso. A Picasso lo descubrí muy niño y las obras que después he visto, originales en varios museos, son las imágenes que me impactaron en mis primeras nociones de lo que era la pintura.
El Joven pintor
Pavel adolescente, con quince años de edad, inicia su formación en el oficio de la pintura en el Colegio de Artes Plásticas de la Universidad Central, en Quito un refugio de jóvenes problemáticos que rotaban por varios colegios, sin mucha vocación artística. Égüez descubre los gajes del oficio con dos maestros que influyen en su aprendizaje plástico: Pilar Bustos, dibujante ecuatoriana formada en Cuba, dueña de un trazo fino y dulce; y Ulises Estrella, poeta y cineasta que enseñó al joven pintor el sentido del arte como una experiencia integral de vida, a través de la observación de las obras pictóricas más importantes creadas por la humanidad. La relación de hermandad con Ulises duraría toda la vida del poeta y se plasmó en bares, cafés y trastiendas donde se vivía la bohemia quiteña de los años setenta.
-Empecé el Colegio de Artes como un niño tímido y salí como dirigente estudiantil, allí me encontré, supe quién era, y para quién debía vivir. Supe que en ese modesto colegio de artes de una histórica universidad clausurada por la dictadura y en crisis, estaba el inicio de mi vida consagrada al arte.
Complementariamente a sus estudios de arte, en 1976 el artista funda junto a seis compañeros más el Taller Runapac, un grupo para el estudio y la práctica plural que cuestionaba la enseñanza artística y tomaba en sus propias manos el aprendizaje y la búsqueda del arte. En ese colectivo se abocaron al conocimiento de la historia del arte ecuatoriano, latinoamericano y universal, el muralismo mexicano, los impresionistas de Pissarro a Monet, que cubren un siglo de 1830 a 1930. Luego descubren a Picasso y el cubismo, el surrealismo y expresionismo, y a otros autores como Paul Klee, Emil Nolde, José Guadalupe Posadas, Wilfredo Lam, David Alfaro Siqueiros o Diego Rivera. El Taller Runapac publicaba en mimeógrafo boletines didácticos que repartía entre los estudiantes de arte.
-El taller nos dio autonomía frente al Colegio de Artes, pero sobre todo nos dio pensamiento crítico, asumimos una visión social de la realidad, tomamos la dirección estudiantil, expulsamos algunos profesores que maltrataban a los alumnos con sus métodos antipedagógicos. No nos quedábamos en la teoría, publicamos varios álbumes de dibujos para el pueblo que vendíamos en sindicatos, junto a exposiciones en barrios y mercados. Jatarishum es la obra maestra del Taller Runapac hecha con grandes pliegos de papel de algodón con la que cubrí mi habitación en la casa de mis padres al norte de Quito.
En la pintura de Pavel Égüez emerge la imagen insumisa plasmada en un arte insurreccional que denuncia la injusta realidad de los excluidos y vilipendiados. Con los condenados de la tierra decide echar suertes el pintor, y levanta potente su voz de protesta y propuesta. Acreedor de esa plástica insurgente, la pintura de Égüez adviene en grito de esperanza en un mundo más justo y solidario, utopía esencial en la propuesta estética del artista. Cuando asume la utopía, el hombre se propone siempre cosas posibles -dejó escrito Marx-, y Égüez inicia el camino cierto de realismo existencial y pictórico en el que sus anhelos de justicia social, respeto a los derechos y reconocimiento del ser humano serán la tónica de una obra profundamente entronizada en el destino de nuestra América morena. Múltiples son los factores que influyen en la toma de conciencia social que encuentra terreno fértil en la sensibilidad del artista. -Son muchas motivaciones, de alguna manera hay varias influencias en mi formación artística, una es la de Ulises y Pilar, pero también está la relación con Iván, mi hermano mayor que siempre estuvo metido en la cultura y la política toda su vida. Creo que la formación es eso, descubrir cómo llegas a asumir al arte como parte fundamental de tu vida, como parte existencial que no puedes dejar, algo que está atado totalmente al significado de lo que haces, de lo que buscas, y lo relacionas a todos los otros campos de la vida, de alguna manera intermediada por esa forma de hacer la pintura, el dibujo. Inclusive cuando nos acercamos a ciertos temas de la política es a través del arte. Poco tiempo antes de culminar sus estudios en el Colegio de Artes, Pavel frecuenta el taller de Oswaldo Guayasamín y recibe el influjo del maestro como su aprendiz en el taller de gráfica que dirige su hijo Cristóbal Guayasamín, artesano y diseñador formado en México. Iniciados los años 80, Égüez instala un modesto taller en el valle de Los Chillos, cercano al atelier del maestro Eduardo Kingman, con quien traba una fecunda amistad. Por las tardes Pavel repica la campana de entrada de la Posada de la Soledad de Kingman y es recibido por un ser humano inmenso, pequeño de estatura, de enormes manos, testimonio absoluto de porqué sus manos desproporcionadas estaban en todos sus cuadros, un ser generoso y amable. El impacto que recibe Égüez al enfrentar por vez primera al maestro Guayasamín, resulta memorable. En su taller del barrio Bellavista, el pintor llevaba a cabo su obra Los Mutilados (1976). Sobre el fondo del atelier había seis telas alineadas donde se apreciaban bocetos a tinta de dibujo enérgico de una obra ya con cuerpo, junto a una paleta llena de espátulas, óleos, óxidos y grandes pinceles. Guayasamín había trazado un políptico de nueve fragmentos cuadrados y la idea de él era que esos fragmentos se vayan moviendo y conjugando en una especie de cinetismo expresionista que, sin ser el cinetismo del figurativismo, buscaba que sus figuras se vayan moviendo en una dinámica. -Lo que más me inspiró al verle pintar a Guayasamín fue su dinámica envolvente con el cuadro, una relación de trabajo auténtico, donde la inspiración o la musa se desvanece y es la misma que tiene un albañil que cubre un muro, el gesto, el esfuerzo, el sudor. Después de algunos años de ese primer encuentro, Guayasamín convoca a Pavel Égüez a colaborar en la ejecución de un mural que le había encomendado el Congreso Nacional en 1988. Égüez continuaría colaborando con el pintor de Bellavista y, al inicio de la Capilla del Hombre, nuevamente es solicitado para ayudar en la ejecución de esa obra monumental de Guayasamín. El maestro se mostraba exultante de entusiasmo, no obstante que el deterioro físico hacía merma en su actividad diaria, en jornadas que comenzaban más tarde y terminaban más temprano que de costumbre. En un acto de coincidencia del destino, Guayasamín comenta a Égüez que la obra Los Mutilados debe ir en La Capilla del Hombre en un tamaño tres veces más grande, para que el espectador pueda apreciar el cinetismo de la obra. Pero ese mismo destino trazó la suerte del proyecto muralista, cuando la muerte de Oswaldo Guayasamín deja inconcluso el proyecto. La vinculación de Égüez con sus maestros Guayasamín y Kingman marcó una etapa singular en la vida del artista. Ubicado entre el fuego cruzado de la conflictiva relación de ambos pintores, Pavel fue testigo de la tramoya de la discordia. La influencia pictórica de Guayasamín en la obra de Pavel Égüez es un punto tratado por la crítica de dominio público. No obstante, no es el único influjo que reconoce Pavel en su paleta, donde es posible hallar rasgos de un arte anterior que puede remontarse a Picasso, o los muralistas mexicanos, aun cuando Égüez reconoce que la continuidad de su formación en la academia de arte fue Guayasamín. Cercano al expresionismo, el artista quiteño manifiesta que pueden existir rasgos de motivación en la plástica ecuatoriana -y él no es una excepción- provenientes del maestro Camilo Egas, constituido en fuerte raíz de la pintura criolla. Sin embargo, no es acertado atribuir a irradiaciones exteriores aquello que en Égüez es un proceso de creación muy personal. Su postura frente a la tela o el mural es la de un creador nato, cuya vorágine creativa tiene más de gesto natural y espontáneo que de una sofisticada elaboración plástica. Pavel cuando pinta lo hace escuchando música de Bach, que lo lleva a la pintura como un reflejo condicionado adquirido en la travesía de años, ora como pintor, ora como el conductor de la propia orquesta del músico alemán. Una vez instalado ante el caballete, Égüez vuelve a reconocer su impronta lúdica del niño que emerge para recrear lo vivido.
-Paso la puerta de mi estudio y es como volver a ese momento de iniciación. Al minuto estoy dibujando, estoy pintando. No necesito inclusive entrar con alguna idea o teoría, sino que es una cosa que se ha vuelto natural. Es decir, paso la puerta y empiezo a pintar, como algo que se ha conseguido también con los años, porque es un ejercicio que está de alguna manera en la piel; pero tienes que recuperar ese instante de los primeros dibujos, de las primeras formas, donde el ejercicio es al final único, porque lo más interesante de la pintura, tal vez, es el proceso, el cómo vas trabajando la obra.
Las imágenes vitales Pavel Égüez es uno de los creadores de imágenes más solventes de la plástica ecuatoriana, al mismo tiempo él es el fruto de las imágenes que simbolizan una vida entregada a bregar por la dignidad humana. Son diversos los hitos que provocaron su sensibilidad individual y forjaron su conciencia social. Nacido en el año de inicio de la Revolución Cubana, 1959, el proceso político de la isla caribeña fue un acontecimiento que marcó la vida del joven Égüez como un referente y un aliento. Pavel visita Cuba con 20 años de edad, invitado a un encuentro de jóvenes por el No pago de la deuda externa, que incluyó un saludo con Fidel Castro, de quien conserva el recuerdo de un gigante vestido de verde olivo, con enormes manos y una mirada de siglos. Posteriormente, las muertes de Salvador Allende, Pablo Picasso, Pablo Neruda y Pablo Casals, marcaron su adolescencia. En el seno familiar, la estrecha afinidad con su hermano, el escritor Iván Égüez, también constituye un influjo poderoso en la formación humana e ideológica del artista. El novelista lo relaciona con los hechos, personajes y militantes más destacados de la izquierda criolla, entre otros, Euler Granda (1935), José Ron (1937), Raúl Arias (1944), Humberto Vinueza (1944), Simón Corral (1946) y Antonio Ordóñez (1946), que conformaron el grupo de los Tzántzicos, colectivo fundamental de la literatura ecuatoriana en la poesía de ruptura y vanguardia, a partir de los años sesentas. Posteriormente surgiría el grupo La bufanda del Sol integrado por los intelectuales Iván Égüez, Raúl Pérez Torres, Raúl Arias, Iván Carvajal, Agustín Cueva, Guido Díaz, Ulises Estrella, Alejandro Moreano, Francisco Proaño, Carlos Rojas, José Ron, Fernando Tinajero, Abdón Ubidia, Humberto Vinueza, Pablo Barriga y Antonio Correa, considerados iconoclastas y «parricidas», de clara influencia en el joven pintor revolucionario.
-Mi obra es parte de un esfuerzo alternativo. Mi obra es conocida y alentada en espacios y colectivos diferentes al estrecho circuito artístico, que es elitista; esto se fue dando de una manera natural, ya que, desde estudiante de arte, siempre fui parte de movimientos sociales y políticos y fundamentalmente me formé como un latinoamericano comprometido con la Patria Grande, siempre poniendo mi arte como un ejercicio de ciudadanía y libertad.
Un compromiso asumido sin ser fachada para su pintura. Égüez ha sido activista de diversas causas para que América Latina rompa con la tragedia de su pasado y llegue a su definitiva independencia. Para él, su trazo de dibujante y pintor es una búsqueda interior, por la propia naturaleza de una actividad humana silenciosa y solitaria, pero al mismo tiempo profundamente vinculada a los destinos colectivos de la gente.
-Yo admito que la pintura es una tarea donde se construye una cueva, la cueva que todo ser humano lleva adentro, desde Altamira, pero hay artistas que salimos afuera de la cueva y volvemos llenos de espanto. Ese ejercicio es constante, salir y entrar de la cueva, siempre sabiendo que estamos protegidos por la pintura, por el espacio, el taller o estudio, donde se puede mezclar lo universal con el ser solitario y egoísta del artista.
En el devenir del proceso de formación y consolidación de Égüez como artista plástico su adhesión al muralismo es un hecho significativo que define el sentido de su obra, plasmada como un medio de comunicación social al servicio de las causas populares. El carácter público del muralismo confiere a la obra de Pavel un espacio singular, irradiador de mensajes plurales y conjugados con una postura ideológica definida que se transparenta en cada ramalazo de pintura sobre el lienzo. Su mensaje colectivo, destinado a las grandes mayorías, no soslaya el sentido interior de la pintura que lleva a la máxima emoción personal del espectador, en un instante de acercamiento con su propia incógnita como ser humano. En una declaración de principios, Égüez se formula diversas cuestiones que atañen al sentido profundo de vivir en sociedad y a la opción íntima de sobrevivir la individualidad del hombre como sujeto social.
-Creo que vivimos un momento en que debemos replantearnos en América Latina muchos de los conceptos y actitudes frente al arte, la educación y formación artística, la crítica, la historia y sociología del arte, la curaduría. Con varias preguntas fundamentales para este nuevo momento histórico. ¿Cómo construimos nuestro proceso de independencia cultural y artística? ¿Cómo generar nuestro propio acervo artístico? ¿Cómo dejar el discurso colonizador y buscar un discurso integrador? ¿Cómo reconstruimos una tradición artística que fue bruscamente cortada por políticas culturales dirigidas por los Estados Unidos en contra de América Latina, contra un arte de compromiso identitario y liberador? ¿Cómo producir un propio discurso estético que no dependa de una centralidad ni de los intereses hegemónicos? ¿Cómo construir una nueva ‘arquitectura’ cultural y artística que piense más en la gente, que deje de complacer a minorías elitistas con fondos públicos? Me entusiasman las obras de caballete que van a mi bodega, gracias a ellas mi pincel es más libre, en ellas está un tránsito cotidiano de búsquedas, es una especie de materia pictórica que se plasmará de manera sutil, instantánea o inconsciente en los murales, o simplemente fueron obras que registran instantes de absoluta intimidad y soledad mientras fueron creadas. El muralismo, en cambio, es mi compromiso con una causa, la misma que animó a Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Cándido Portinari, César Rengifo, Oswaldo Guayasamín y otros grandes muralistas a buscar un muro, para poblar estas tierras de América Latina de gritos, El Grito de los Excluidos se constituyó en una etapa de mi pintura, un libro editado con el Parlamento Latinoamericano recoge ese momento; hoy son como doscientas obras, empecé en 1999 y algunas se van sumando a esta colección hasta hoy. Lo principal como artista es caminar por las calles de nuestras ciudades con la avidez de la mirada, no he dejado la costumbre de pintar o de dibujar con los ojos, mirando los rostros de la gente en el metro de Caracas o Sao Paulo, en ellos encuentro cada gesto, cada mirada, está allí mi material, mi paleta. El principal dibujo está en nuestra cabeza y forma parte de un acervo, de un patrimonio personal, la mirada hace que se lo lleve dentro y que salga cuando deba salir, y de la forma en que deba salir, al papel, al iPad, a la tela, o que se quede llenando un vacío cuando nos llama la pintura o la soledad.
Otra imagen memorable que dejó huella en la trayectoria humana y pictórica de Pavel Égüez es el magnífico hongo que arrojó la erupción del volcán aledaño a la ciudad. En su belleza freática el fenómeno natural sorprende al pintor que descubre una ciudad de espanto. Pavel se encontraba acompañado del sociólogo estadounidense James Petras, de visita en Quito, y el célebre académico quedó maravillado ante el espectáculo que desplegó ante sus ojos el Guagua Pichincha. Formado en un cielo impresionantemente azul, el hongo plasmado en la ceniza volcánica que llovió esa mañana sobre la ciudad de Quito fue trasladado a la tela testimonial del artista. En la multitud de imágenes que se han anidado en la memoria insumisa del pintor, las guerras del mundo subyugan el pincel de Égüez. La más horrorosa, sin duda la de Irak, por primera vez televisada en directo, le provoca especial desazón. Y junto a nuestra propia guerra con el vecino sureño, el conflicto bélico es un tema recurrente en la obra de Pavel, sea como denuncia o como invocación pacifista. Una paz consustancial al ser humano que anhela vivir en armonía con el otro y consigo mismo. Relación que se torna perversa en la tortura física de inocentes y el repudiable irrespeto a sus derechos humanos. El caso del apremio físico y muerte de los hermanos Restrepo en manos de los organismos policiales del Estado ecuatoriano, motivó significativas imágenes en la obra de Égüez, incluido un mural de denuncia de la barbarie estatal contra ciudadanos inocentes. La imagen del Che Guevara, ajusticiado en las selvas bolivianas, y la escena de un ser muerto y mirado por los asesinos, causó un lacerante dolor al artista, sin comprender cómo puede ser el mundo tan violento, y motivó también su indignada rebeldía, junto a otras escenas cotidianas de injusticia que le tocó descubrir en su propio entorno.
-Me acuerdo de una imagen también muy fuerte de mi niñez, que era ir a una casa de una familia indígena en el barrio, que vivía muy precariamente, que cocinaba con fogón de leña y que de ahí salió una expresión maravillosa. Llegaba a esa familia y me acogían, allí encontraba el olor de la leña, la familia frente al fogón, las ollas como símbolo de toda solidaridad en la peor pobreza. Muchas veces la visité y de ahí nace una relación muy cercana con el mundo indígena.
La figura humana en la obra de Égüez emerge como metáfora de la condición del hombre que está solo en el mundo sin dioses, según la afirmación de Abdón Ubidia. Una constante es la búsqueda de ternura en la relación de la pareja, que aun en los temas sociales mantiene una mirada de compasión y de amor viril por el ser humano que, incluso en la feroz indefensión existencial, no está totalmente destrozado. El ejercicio estético de plasmar la figura humana, como un solidario acompañamiento, permite al pintor descubrir nuevas posibilidades de representación plástica. En esa búsqueda la figura felina, la del gato, surge en la obra y se convierte en metáfora de la propia biografía de Pavel, cuando pinta al animal junto a dos mujeres hilando y un gato blanco junto a ellas.
-Era la referencia de mi madre y mis tías que siempre estaban con las lanas alrededor de ellas, nunca dejaron de tejer toda su vida, estaban desmadejando una lana, haciendo un ovillo de esa madeja y está el primer gato ahí. Poco a poco en mi pintura el gato se va transformando hasta ser un elemento que me ayuda a transformar la figura; como se mueve tanto, como tiene tantas formas, de alguna manera me ayuda a expresar este sentimiento de ternura, este sentimiento de abrazo, esta noción, hasta que inclusive después el gato forma parte de los personajes de las mujeres, del cuerpo, de los cabellos…
Y rotundamente, el gato suele ser también el propio autor de la obra, autorretratado en una metáfora de identificación con lo femenino y felino del animal. En el terreno baldío de la tela por poblar de grafías y colores, la búsqueda de imágenes introduce al mundo onírico del pintor. Los sueños, para Pavel, que siempre se reproducen en colores, son una forma de completar su aprendizaje de vivir. En un sueño recurrente, el pintor siente que sobrevuela espacios yermos y con mirada aeroespacial, desde las alturas, se siente dominando el mundo. Y de regreso al punto de arranque de esta historia, la utopía es una vivencia cotidiana en el acontecer vital del pintor.
-El sentido de la utopía es fundamental para el arte. Creo que no solo la utopía política, sino la misma utopía del propio ejercicio artístico que está reflejada en la vida de los artistas. Cómo conquista la imagen Vicent van Gogh y cómo su vida es parte de su relación para producir ese tipo de pincelada, cómo esa forma utópica de verle al mundo se plasma en la propia obra. Pero también el arte tiene esa virtud de llevarnos hasta el infinito para seguir recorriendo; veo como una continuidad todo lo que ha hecho la humanidad. Entonces, eso ves en los grandes maestros, en que se plantean una utopía que es su propia vida y su propia relación con el arte. Por eso que para mí Picasso es fundamental, porque él busca esas utopías, rompe con las utopías, busca nuevas utopías en su propia pintura. Y la forma cómo él asume la vida cotidiana dentro de la pintura, es decir, cuando él pinta está pintando en su entorno los retratos de sus seres cercanos marca los hitos que le van a llevar después a los propios estilos que va construyendo.
La utopía, como metáfora que reivindica al ser humano en la memoria insumisa del artista, es condición sine qua non de su obra comprometida con los destinos de la humanidad. En esa tentativa infinita, Égüez se plantea propósitos posibles, recreando y transformando la realidad en un futuro factible de plena justicia y dignidad humanas. Una propuesta plasmada en cada tela, papel o cerámica mural, fruto del riguroso y pletórico acto de una obra que germina de la fantasía premunida de revolucionaria imaginación. En la trayectoria vital del artista, su obra no es un fin sino el medio de plasmar un grito en la pared, la tela o el papel, recuperando los acontecimientos en la memoria insumisa y trasladando imágenes a la obra conclusa, como el gesto insurrecto acuñado en la persistente rebeldía.
-De alguna manera el artista asume ese papel de construir su imagen con los otros. En este caso, mi relación con el movimiento social es muy fuerte y eso crea compromisos con la pintura y con la vida. Esa memoria tiene que estar presente y una de las cosas que hace muchísimo daño es ese no saber de dónde venimos, no saber quiénes nos han conquistado, quienes nos dominaron, quienes han quitado la esperanza de vida. Esa memoria tiene que ser construida cotidianamente, y reelaborada permanentemente, porque es la que está conduciéndonos a que nuestra vida luche por sentidos, por simbologías, por utopías, es decir, donde la pintura es ese espacio donde las imágenes tienen sentido.
En definitiva, la íntima conexión de Pavel Égüez con los otros inspira su vocación a seguir pintando. Confirma su condición de creador de imágenes insumisas en una pintura que deja de ser el gesto formal, para devenir en simiente germinal que motiva a la acción. Confirma que, en un sentido vital, esa obra está sirviendo para cambiar el mundo.