Como se sabe, el condimento esencial de un potaje es el recuerdo. Le pasó a Proust con su té. Nos pasa a los quiteños con la colada morada. Primero son los aromas mezclados de las especies queridas: el clavo de olor, la canela, el ishpingo, la pimienta dulce, las hojitas de cedrón, arrayán, naranja, hierba luisa, que humean sobre el líquido espeso de color morado, oscuro como el vino, obtenido del mortiño, la mora, la harina del maíz negro, en donde flotan los trozos apenas cocidos de frutillas, babaco y piña. Luego, si caliente o frío, depende de los gustos, emergen de él los sabores profundos de todo eso que empezó preparándose en cuatro largos días de esperas, mixturas y cocciones hechas por separado en una colada — como su nombre lo indica—, que se deslizará por el paladar avivando gustos y nostalgias.
Pero si el té del ya mentado francesito, se completaba con una magdalena, al igual que todos los tés, aguas de hierbas, cafés y chocolates se completan con tortas, kishes, queiques, humitas, y demás, ningún quiteño puede imaginar una colada morada sin su acompañante imprescindible: la guagua de pan, que es exactamente un pan con forma de guagua (o sea niño o niña, para quienes no sean ecuatorianos o chilenos), pero muerto o muerta, porque así celebramos nosotros el 2 de noviembre.
La guagua de pan, estirada, un poco plana, con cabeza, ojos y nariz algo reconocibles, y como envuelta en su mortaja, luce adornos de masitas de colores pintorescos: verde, rosado, amarillo, a veces azul. Puede ser de sal o de dulce y contener pasas y hasta un condumio de queso o manjar.
Colada y guaguas de pan están hechas para el recuerdo. Si bien se las pueden comprar, en el día de muertos, en cualquier panadería, aún muchas familias las hacen de un modo festivo en el que, aun los más pequeños, meten mano con el frecuente resultado, luego del horneo, de masas carbonizadas y ojos que se han corrido hacia los pies: postales para la memoria de los días felices en los que las familias están aún unidas y hacen homenajes comestibles a los suyos, como aprendieron de ellos cuando estaban vivos y, por cierto, de los indios que llevan viandas, en tal fecha, a las tumbas de su finados y les hablan como si la línea divisoria entre los de acá y los de allá no fuese tan definitiva como muchos pensamos. Para el recuerdo sí, y para la “memoria inmemorial”, preservada por milenios, según dicen los sabios, del tiempo en el que, en estos lares y en ritos sagrados, se sacrificaban niños para devorarlos luego