Observando el mar desde las riberas de Manabí, evoco catedrales sumergidas que atesora el océano menos pacífico del mundo. Son vestigios del imaginario de Debussy, pero también el que mi padre Vicente Parrini, dejó escrito en un poema que habla de misterios marinos. El mar con sus oquedades profundas me trae, -como un oleaje- la nostalgia de un país largo bañado por las aguas más profundas del planeta. Pero es en la memoria amorosa que naufragan los recuerdos de un mar de mercurio, gris y gélido, frente a las costas de Punta Arenas, en el apéndice austral extremo de Sudamérica, frente al continente antártico de hielos eternos. Un paisaje sobrecogedor de blanco infinito que contrasta con este cálido mar ecuatorial de cielos cubiertos que deja filtrar rayos de sol como destellos emanados por alguna deidad.
Aquí en la costa manaba, la corriente cálida del Niño hace de éste un mar tórrido, mientras que en el sur, la corriente fría de Humbolt baña las costas australes de Chile con oleajes imponentes en magnitud y temperaturas extremas. En Manta el mar es apacible, sin embargo regala olas propicias de mediana altura a los surfistas que merodean la playa. Alguna vez, con la misma vista espacial que domina la bahía de Manta, admiré la panorámica de la bahía de Valparaíso desde el Cerro de Los Placeres. Una mar embravecida mecía las embarcaciones caladas en el puerto, mientras furiosas lenguas de espuma sal se estrellaban contra los rompeolas de roca marina vigilados por el faro más señero de América del Sur. Cuando en el horizonte se ha perdido el sol, recién las corrientes marinas amainan su fuerza contra el puerto chileno.
Este mar ceniciento de Manta, a la hora del crepusculario, no anida puestas de sol; apenas una bandada de gaviotas blancas traza en el cielo aquello que debió ser la ruta carmesí del astro menguante. Y este mar de oquedades oscuras, no es difícil de metaforizar con la muerte, un espacio insondable de catedrales sumergidas y coros oceánicos propicio para el Día de Difuntos.
A esta hora vespertina, exactamente, la evocación luctuosa frente al mar emerge como un mundo de planos imaginarios, en donde la muerte es un acto natural del ser humano que traspasa la realidad para buscar una permanencia, el irremediable enfrentamiento del hombre con su destino que descubre, a partir del transcurso del tiempo y al confrontarse con un designio final. Borges decía de la muerte que ésta era pura contemplación del alma, -o lo que es más importante-, como la revelación del verdadero sentido de la vida hasta ese instante. El mar, en su oleaje persistente, representa el retorno existencial del ser humano a ese único punto de partida y de llegada, como un barco que emerge de la bruma para zapar hacia un destino incierto.