Crónicas
Hay quienes cortan épocas más allá de sus vidas. No es un accidente: quisieron hacer algo, sabían cómo, tenían el talento y trabajaron con decisión; pero no conocían el resultado final, no precisaron los pasos intermedios, tampoco les interesó. Son empecinados, pero pueden moverse sin propósito definido. Al hacer lo que hacen, perciben que el futuro está muy cerca, aunque éste, dicen ellos, pueda ser un “muro, sólido, indiferente, que no promete, ni amenaza”. Su arte fractura el mundo y envían las partes a polos opuestos, pero no admiten que su obra haya sido particularmente decisiva y se incomodan cuando les dicen que ha sido justo eso: un parte aguas, la piedra angular de alguna reivindicación histórica, la voz de una generación. No consideran haber influido a nadie y, sin empacho, dan la espalda al estilo que los sacó del anonimato. Son conocedores profundos, pero no se atan a un patrón específico, ni piensan haber roto uno. Dan la impresión de no pertenecer al mundo de los mortales, pero tienen los pies sobre la tierra y, como muchos, a menudo se proponen, sin siempre conseguirlo, escapar del paso del tiempo, de lo que se pierde en el camino. En un mundo que cambia, suscitan cambios reales e irreversibles, pero ellos mismos no se identifican ni avanzan en la dirección del cambio que imprimen y no dan ninguna importancia a cualquier aspecto que —según el resto— los define. Ninguna.
¿Mienten? ¿Es falsa modestia? ¿De verdad no ven ninguna conexión entre su trabajo y las repercusiones? Puede ser la manera de ponerse a salvo de un mundo que dejó de ser el que conocían —en parte por su propia culpa—, pero ese desapego con respecto a lo que hacen es auténtico y quizá necesario; si fueran conscientes de lo que está pasando no lo harían, o lo habrían hecho de otra forma.
Una vez que ha ocurrido, súbitamente, ellos abren los ojos al cambio que catapultaron, confundidos y resignados porque no se ven en la persona que fueron, y aunque eso que pasó no se repetirá nunca, saben que no los olvidarán fácilmente.
Dylan es uno de ellos.
Savoy Steps
Para cuando se vieron por primera vez las imágenes de “Subterranean Homesick Blues”, al inicio del documental de DA Pennebacker, Dont look back (sic), Bob Dylan se había hartado de la vorágine y completaba el primer de ocho años de reclusión voluntaria.
La cinta de Pennebacker se estrenó en 1967 y esos minutos del principio, que parecen el callejón de un suburbio industrial en Estados Unidos, en realidad fueron los últimos filmados, cuando terminaba el tour de 1965, en Londres.
El lugar no ha cambiado. Desatendido más que lóbrego, podría ser el sitio de la canción, uno en el que espera un tipo en “gorra de mapache”. También aparecen Allen Ginsberg y Bob Neuwirth, que conversan cerca de cajas, bidones lecheros y bolsas de basura y completan esa atmósfera que Andrew Mueller describiera bien: “es Jack Kerouac cantando Chuck Berry”.
El callejón se llama Savoy Steps. Angosto, encajonado, la luz no llega directamente, la pared a la izquierda de Dylan es una capilla del siglo XVI y, a su derecha, el edificio de ladrillo junto al que se ha armado un andamio, es el lujoso Hotel Savoy. Entre la bocacalle y la pared del fondo hay dos puertas en arco y cinco ventanas rejadas que hoy muestran cuartos usados como bodega. No se ven andamios ni cajas, aunque a veces sí bolsas que aún se apilan en el mismo lugar para la recolección.
Los dos minutos y fracción de “Subterranean Homesick Blues” son un clásico de los videos musicales. Blanco y negro, Dylan, en la esquina, vistiendo camisa y chaleco, sostiene una veintena de carteles que desecha conforme suena la canción (escuchaba un playback para sincronización), hasta que se queda con las manos vacías y se marcha. Siguen Ginsberg que sale de escena sin ver a la cámara y Neuwirth que avanza hacia el fondo, balanceando en su mano algo que parece un bastón. Para un segundo documental, el nunca estrenado Eat The Document, Pennebacker filmaría el tour de 1966, sin imaginarse que sería el último de Dylan en años y menos la reacción del, hasta entonces, tan perceptivo públicoCena en lo de Lennon
A pesar de que no podría imaginarse su obra sin los discos “eléctricos” Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde, en su momento encontraron resistencia porque la gente quería seguir viendo y escuchando al Dylan acústico. El giro aparecía demasiado brusco; pero Dylan, respecto de colgarse una Fender y tocar con banda, dijo otra cosa a Robert Shelton. Era la primavera del 66, justo antes del tour que terminó mal. Shelton, un amigo del Village, volvió sobre el tema, a sabDesde marzo de 1965, Bringing All Back Home estaba en las tiendas y se vendía. Se pensó que una buena oportunidad para presentar en vivo el disco sería un territorio familiar, en donde se había dado a conocer en 1963 y arrasado en 1964: el Festival de Newport de julio del 65.
A Dylan se le antojaba cambiar. Los Beatles desencadenaban una invasión que partía el mundo y como despedida había estado bien el “solo acústico” tour inglés, un mes antes. No obstante, después de los primeros compases de “Maggie’s Farm” ocurrió lo impensable: lo abucheaban. Iba a tocar 45 minutos, pero tocó solo 15 y abandonó el escenario. Cuentan —y puede haber sido cierto— que Peter Seeger quería meterle un hacha a los cables de la amplificación, que un Dylan ofuscado se refugió en los camerinos, que le rogaron para que volviera a salir con guitarra acústica, que le alcanzaron una armónica que no correspondía a la afinación, que tocó “It’s All Over Now, Baby Blue”. En efecto, había sido una despedida.
Aunque no siempre, la escena se repetiría. A veces daba con auditorios indiferentes o sorprendidos, otras, hubo gente que se levantó y se fue y a otros les gustó, por supuesto. Dylan no se detuvo a considerar nada de esto; siguió explorando, de nuevo, siguiendo su intuición y haciendo la música como venía. Habituado a componer solo, no era alguien que llegara al estudio para dar instrucciones sobre la manera en que quería grabada su canción. Llegaba a tocar y los otros tenían que seguir una pista no dada, y aunque las sesiones se construyeran libremente, al mismo tiempo les convenía no equivocarse, adivinar lo que a él le gustaría, sobre la marcha. Cuentan que frente a la total ausencia de explicaciones, el productor tenía que descifrar acordes en las posturas de Dylan y contárselo al resto. Así fue Bringing All Back Home, directo, sin ensayos, ni acuerdos y así fueron Highway y Blonde. No era que la música sonara improvisada, era así, nada se planeaba, era acercarse —y solo acercarse— al sonido buscado.
El tour de Inglaterra de mayo de 1965, aunque un éxito, lo convertía en algo que no quería ser, cada entrevista lo hastiaba, los membretes, que se repetían sin cansancio, lo desgastaban. Y si no obstante, al fondo de todo, seguía estando la música, la soledad del escenario en llenos completos, auditorios electrificados, voz, guitarra y armónica, nunca le interesó, en lo más mínimo, congelarse en esa imagen. Aunque sus canciones influenciaran lo que componían Lennon y McCartney, Dylan, en su habitación del Savoy parece acorralado. Había siempre mucha gente y las reglas de etiqueta del hotel empeoraban las cosas: cuando quiso comer en uno de los restaurantes, no le sirvieron porque no llevaba corbata. No había sido su idea, pero la prensa le criticó por hospedarse en una suite de lujo. Lennon salió a su defensa y dijo que un cantante de folk no es más auténtico si vive en una buhardilla, pero llegó al punto que John y Cynthia Lennon le invitaron a cenar a su casa en Weybridge. Se cuenta que fue una cena tranquila, que pusieron discos y hablaron. Se dice incluso que tocaron guitarras y que grabaron algo, no hay certezas porque, para mal o bien, Pennebacker no estaba ahí.
The Vanishing American
Parecería ser que la intención de Dylan es no parecerse a nadie. Ni siquiera a sí mismo. Yo prefiero pensar que la influencia es especular y que el salto del Dylan acústico al eléctrico no habría ocurrido igual sin lo que desencadenaban los Beatles (que estuvieron en el Royal Albert Hall en 1965 y volverían al año siguiente), los Stones, The Who, sin los covers que hicieron The Byrds o The Animals.
Ajeno a la crítica, siguió tocando la primera parte de los conciertos con guitarra acústica y la segunda con The Band. En mayo de 1966, los conciertos británicos fueron Newport otra vez y peor: no solo que habían reaccionado los ‘puristas’ del folk; el público quería seguir oyendo a un Dylan suspendido en el tiempo. Su imagen era tan difícil de reconocer, traje negro, melena, Ray-Bans, como su nuevo estilo; él mismo encontraría las palabras justas: electrifiqué a la mitad del auditorio y electrocuté a la otra. Al tocar las canciones Bringing All Back Home, así como las que aparecerían en Highway 61 Revisited, de nuevo fue abucheado. En Manchester, alguien incluso lo tachó de traidor y le dijo que nunca más lo escucharía, por una razón que es, entre otras cosas, estúpida: no era que Dylan hubiera renunciado a sus más cercanos principios, era que parte del público consideraba que él había renunciado a los de la gente. Causas que Dylan no había esgrimido, estilos que nunca dijo abrazaría como rollos sagrados, de repente aparecían como desatendidos por un negligente. He olvidado el nombre del indignado asistente; sí recuerdo que no imaginó —y, muy inglés, se sintió avergonzado— que Dylan le respondería: “Eres un mentiroso, no te creo”. El asistente se levantó y se fue.
Si terminó de afectarle esa reacción del público de Manchester, las tomas de Eat The Document no lo hacen demasiado evidente, pero no se puede decir que le gustara. Dylan se ve, sobre todo, aburrido y cansado; había estado rodando como una piedra desde octubre del año anterior y sólo quería volver a su casa. Había cruzado Estados Unidos de costa a costa, de ahí a Hawái, a Australia, Suecia, Irlanda e Inglaterra. Aún tocaría en Escocia, volaría a París y para cerrar con Londres el 27 de mayo de 1966.
Martin Scorsese rescata algunas imágenes Eat The Document y muestra que en los camerinos, Dylan prefiere reírse de sí mismo. No obstante, en versiones no editadas, también aparece con John Lennon, en un auto, después del concierto en el Royal Albert Hall, el último. Dylan no se ve en sus cabales, mientras Lennon hace lo posible por bromear para restar gravedad al asunto. Como quiera que haya sido, pasaron dieciocho meses hasta que volviera a tocar en vivo, ocho años hasta que Dylan tocara de nuevo en un tour y cuarentaisiete hasta que regresara al Albert Hall.
Poco después de reinstalarse en Woodstock a las afueras de Nueva York, sin mediar explicaciones, salvo que sufrió un accidente nunca descrito en detalle, Dylan desapareció.
Poética política
Cuando Robert Zimmerman era un niño, el mundo cobró conciencia, por primera vez, de la posibilidad real de total extermino y de que lo único en común era la eventualidad de la muerte, una tragedia que era un miedo físico y universal. De ser así, la protesta no podría ser entendida en un sentido exclusivamente político, ni asumir que la política per se haya sido el fundamento de la escritura de Dylan. Como si la política fuera una ‘tarea’ o, peor aún, una capa o un sombrero que ciertas personas se quitan cuando se declaran ‘a-políticos’, o lo contrario: que se cosen a la piel si éstas detentan un cargo público.
Nadie lo entendió entonces, no sé si ahora. Comenzando por Joan Baez, que creyó haber encontrado un compañero de lucha, terminó reclamándole su falta de compromiso, para acabar confundida porque no recibió ninguna respuesta, en ningún sentido.
Tan temprano como 1963, Dylan seguía escribiendo y cantando, haciendo las cosas que hacía con la diferencia que ya “no estaba pensando en ello”, porque la música y la escritura desencadenaban opiniones y atención por razones equivocadas. Y también escribió: “Soy Bob Dylan y no tengo que hablar, no tengo que decir nada que no quiera, pero no lo recordé… No pido disculpas por mí, ni por mis miedos. Soy el escritor y el cantante de las canciones que compongo. No digo discursos, ni soy un político. Mis canciones hablan de mí porque las escribo yo, en el confinamiento de mi propia mente”. Una acotación ‘a lo Dylan’, con el detalle de que se trata de una carta ‘de disculpas’ que envió después de su discurso de aceptación del Tom Paine Award, un reconocimiento inminentemente político que le hiciera el Emergency Civil Liberties Committee. Había sido premiado por lo que, según ellos, su música había significado en la lucha por los derechos civiles; pero en su discurso de aceptación —que debió caer como piedra— dijo que no hablaba en nombre de ningún grupo, negros o cualquier otro; que le incomodaba que gobernaran calvos, cuando son los jóvenes quienes van a misiones militares; que no entiende qué tiene de malo visitar Cuba (en época de la Crisis de los Misiles y Bahía de Cochinos) y dijo incluso quLo cierto es que la política aparece y desaparece, por eso los hombres han tenido que inventarse las instituciones, por eso hay gobiernos. Las formas “esenciales” de la política ocurren por accidente, pueden responder a las emociones más subjetivas, a las intuiciones y convergencias azarosas, antes que planes y normas. Si hubiera nacido solo diez años antes, Bob Dylan habría sido víctima del Marcarthismo (como lo fueron Peter Seeger y el mismo Woody Guthrie) y, siendo como es, frente a esos comités anti-comunistas, respecto de las militancias interpuestas, no habría tenido otra cara que mostrar que la misma de Meursault cuando el juez le preguntaba por qué no lloró la muerte de su madre.
La década de los 60 fue un momento que tuvo una carga política particular, pero lo que se ha interpretado como filiaciones militantes, fue la manera en que Dylan hablaba de su realidad más inmediata. Lo que surge de la música, lo que después persiste es la poesía, el ritmo respiratorio de las palabras, el espíritu de las historias, no la política, ni la religión, ni cualquier otro motivo que la música de Dylan haya parecido representar.
“El fantasma de la electricidad aúlla en los huesos de su cara”. La imagen es poderosa, es Edgar Poe, botella vacía, una madrugada en Greenwich Village. Es el departamento en el que alguien espera y sabe que no llegará Johanna, pero la atmósfera es la de la Casa de Usher. Louise es la chica que no es y está bien, pero la electricidad sugiere una presencia imposible de olvidar, una soledad que es implacable, metódica y abrasiva. “Visions Of Johanna” de Blonde on Blonde es muy mal ejemplo para las referencias políticas y quizá “Blowing In The Wind” es el ejemplo más obvio para confirmar la idea de música protesta; pero otros versos, como estos de “Chimes Of Freedom”, aun cuando resuenan referencias temáticas, no es concluyente que el tratamiento sea político.
Entre el fin del ocaso y la cita rota de medianoche
nos deslizamos bajo el portal, reventaban truenos
Mientras majestuosas campanas de rayos estrellaban sombras en los sonidos
Parecían resplandecer las campanas de la libertad
Montañas místicas, carreteros sinuosos, bosques tristes y océanos muertos a miles de millas, boca-dentro de los cementerios, una escalera blanca bajo el agua, la advertencia de los truenos, olas que podrían ahogar al mundo, de pie en el mar hasta hundirse. No son el pragmático realismo que suele exigir la política, sino imágenes de “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, de la que sin embargo dijeron es un himno del apocalipsis atómico.
Dylan supo, quizá antes que nadie, que todo había terminado. En su biografía dice que “no quería pasar a la historia como un trovador del folk-rock de los 60, el jefe de estado ficticio de un lugar que nadie conoce”. Él, que había hablado de una muerte heroica y anónima, que visitaba a Woody Guthrie, el modelo de músico protesta, en un manicomio, cuando éste ni siquiera podía llevarse el cigarrillo encendido a la boca, no podría haberse resignado a ser solo abanderado de las causas justas y si las mencionó fue porque eran parte de lo que ocurría, eran historias que le estaban pasando a gente y al él mismo que, hablando de ellas, paliaba la tragedia del miedo universal. Su percepción de la realidad, discurriendo a toda velocidad, provenía de un estado alterado de conciencia, él ataba cabos sueltos, incorporando a su manera de contar el mundo el final de la generación beat, las luchas de los derechos civiles, la ética política de la izquierda, sin buscar utopías, sino que con la sospecha de que habitaba, como escribió Greil MarcuDentro de las cosas
A principios de los ochenta, Dylan estaba de nuevo en el camino. Había abrazado (y abandonado) la quietud de la vida familiar y también un lapso de fervor religioso. Estaba de regreso en Nuevo York, donde veinte años antes había comenzado todo. En 1975, antes de la serie de conciertos del Rolling Thunder Revue, había vuelto a los bares y cafés del Village, vio amigos e incluso se subió al escenario. Los ochenta, en cambio, fueron erráticos, musical y personalmente. No se sentía identificado con sus canciones ni sentía que conectara con el público; aparte de que no había escrito en algún tiempo, temía haberse quedado seco.
Agua había corrido y se sostenía en la inercia de su enorme leyenda. Dylan estaba viviendo en una desordenada suite del Hotel Plaza: bandejas de comida que aún no habían retirado, caseteras y un mar de casetes. Trabajo intermitente y sin satisfacción personal, si para los anteriores no habían faltado elogios, de Empire Burlesque, el disco de 1985, se llegó a decir que es lo que escribiría una persona que pasa mucho tiempo sola, viendo televisión en una habitación de hotel. Por si fuera poco, en su autobiografía habla de un segundo accidente que estuvo cerca de impedir que volviera a tocar nunca más. Hasta la fecha, había grabado 25 discos (hoy son 36), la mayoría contienen temas originales, pero lo que había sido tan sencillo, sentarse a la máquina y dejar que las palabras se escribieran a sí mismas, sacar una canción en dos horas, parecía que había sido obra de otro. Era un don perdido, porque entonces, con suerte, terminaba una en dos semanas y el resultado no era el deseado.
Tendría que esperar hasta el final de la década y la colaboración de Daniel Lenois para producir Oh Mercy. La historia de la concepción y sesiones de este disco tienen todo un capítulo en Chronicles, pero, para mí, lo más llamativo no es el relato del trabajo de hormiga de juntar esas pistas, yendo desde el tema, tono y ritmo a los músicos e instrumentación. Lo interesante es que estar en el camino era también estar en la encrucijada, porque se encuentran respuestas a preguntas que no se sabe formular, reconociendo que pregunta y respuesta siempre estuvieron dentro de sí, pero hacía falta reconocerlas en un falso espejo, aquel que no devuelve una imagen idéntica, sino una que tiene su propia vida y espíritu. El oficio del escritor consiste en eso: traducir imágenes a un lenguaje que no existía antes, con retazos se funda la vida y la memoria de ese lenguaje, que se convierte en la única manera de expresar ciertos sentimientos, de arrancarlos de la encrucijada en la que, de otra manera
El problema es escribir y esto, de cierto modo, parece una cuestión de suerte. Cuando se tiene, no implica ningún esfuerzo; la canción está ahí, se escribe a sí misma. Cuando no se tiene, es muy difícil, casi imposible; toneladas de trabajo pueden resultar en mediocridad y frustración. Es en ese momento, si el azar está a cargo, lo que debe preocupar más que el talento es la paciencia y el empecinamiento, seguir y seguir escribiendo. Es una necesidad, pero no en el sentido de ser algo que se pueda satisfacer mecánicamente, pues es una actividad que puede desembocar en decepción y a menudo eso puede ser irremediable. Para Dylan, tampoco era un asunto material, la idea de necesidad tuvo que ver con la ausencia de alternativas: escribir es lo que sabe hacer y lo que se hace llegado el momento, sin que nadie fuerce a hacerlo.
Lo que, musicalmente, se cuenta de Oh Mercy es el artificio y lo eventual de una convergencia de ánimos o coincidencia de ideas; pero cuando se cuenta la concepción de las canciones, entramos a la memoria de los detalles, a lo que ocurría mientras escribía las canciones: una noche Dylan está escribiendo en la cocina de su casa —todos se han ido a dormir— y los temas comienzan a existir en papel, sin que para ninguno imagine ritmo o melodía. Puede decirse que escribir un texto, llegar a un libro, demanda también artificio, conocimiento y técnica; pero no sería un buen texto si el bastidor de “Political World” no hubieran sido la imagen de un mar de pizarra en el que las luces cargueros se movían lentamente, sin el recuerdo de una cena con Bono a quien mostró las canciones a final de caja de Guinness.El problema es escribir porque la música se incorpora a la escritura, y aunque en un catálogo inmenso como el de Dylan no cabe duda que se habrán empleado todas las formas posibles de composición, lo que se lee en Chronicles no es McCartney soñando la melodía de “Yesterday”, porque la letra vino después, ni Brian Wilson que cuando trabaja primero concibe una grilla de acordes, luego la melodía y al final la letra. Más importante que estos ejemplos definan (o no) nociones acabadas, es que Dylan suele tener canciones s0rdas (no mudas), sin melodía, que se escriben en medio de una inevitabilidad, en momentos de aguda percepción, los sentidos afilados parecen recoger lo esencial de entre los objetos más mundanos; lo cotidiano antes que lo trascendental se convierte en fuente de sentido, la vida explicada es la que se puede vivir y que a la vida le importe un comino quién la explique o que la explicación se relativice (porque es reabsorbida por la vida) es otro problema. El problema es escribir, rendirse al hecho de que un evento, encuentro, recuerdo o una imagen catapultan una reacción cuyo resultado no se conoce, pero se busca. Tal vez esta es la razón de la trascendencia de Dylan.
La amiga que me empujó a escribir este artículo estuvo en un concierto de Dylan en Barcelona y me dijo que no se fijó tanto en la música que, de cualquier manera, le cuesta reconocer con todo lo que han cambiado las versiones con los años y más si son presentaciones en vivo. Se fija en la letra y aunque puedo suponer qué no le gusta a ella de las recientes versiones, algo dice que no cambie la letra o que no cambie nunca en la misma medida, que la música siga siendo el vehículo y no al revés.
Yo creo que Dylan como músico es también excepcional. No es un virtuoso instrumentista, pero lo que hace en guitarra está lejos de ser elemental. Desde el vamos fue muy competente. Rasgados, arpegiados, acordes, afinaciones fueron cosas que asimiló muy pronto, muy rápido. Adquirió conocimiento enciclopédico de folk, blues, rock, country. Le bastaba oír una canción dos veces para memorizarla, letra y música, comprendía, sin que tuvieran que explicárselo, progresiones de acordes, la naturaleza de las escalas. Como arreglista fue creativo y sus exploraciones estuvieron guiadas por intuición e imaginación, así consiguió reventar la tradición sin destruirla y (admitido o no) consiguió influenciar la música capital de los 60 y 70 o sea del siglo XX.
De regreso en Nueva York, una madrugada que volvía a su suite del Hotel Plaza, al abrirse la puerta del ascensor Dylan ve que una mujer caminaba hacia a él. Envuelta en un abrigo de piel, rubia, pálida y con una copa de vino en la mano. El delineador se había corrido y tenía sombras azules alrededor de los ojos que podían ser la madrugada del maquillaje o el interregno de la violencia. Mientras amanecía en el parque, en su habitación Dylan compondría “Dark Eyes”, la canción más fuerte y más elemental de Empire Burlesque. El problema es escribir porque estas circunstancias no se repiten. No siempre se percibe con la misma intensidad y claridad. Dylan ha escrito que lo hizo una vez y una vez fue suficiente. Vendrá alguien más —sigue— que sea capaz de ver, verdaderamente ver dentro de las cosas, verlas y revelarlas, ver metal y derretirlo.
Ayuda moverse
Para alguien que vio al Bob universitario —que nunca fue a clase—, un poco mofletudo y usando una gorra de pana que no se sacaba jamás; no lo reconocería en el Dylan del Village, enfocado en hacer vida con la música, pero sin casa, durmiendo en sofás de amigos, las uñas del pulgar, el medio y el meñique derechos largas, descuidadas y manchadas de tabaco, dando conciertos bufonescos, estilo “I Shall Be Free N.° 10” y “Motorpsyscho Nigthmare”. Poco después habría de perder diez libras, escribiría canciones que brotaban inagotables y no se sacaba nunca unas gafas oscuras. El siguiente Dylan aparecería con barba crecida, lentes, desintoxicándose, criando hijos y grabando canciones en el sótano de la casa. Todo esto en menos de seis años. Vendrían varios más; pero sus cambios ya no llamaron la atención como cuando se colgó la Fender, pero, se ha dicho y estoy de acuerdo: “hasta su fantasma será más de una persona”.
Lo siguen criticando —todavía— por razones inconsistentes. Este 2015, la organización MusiCares lo nombró “Persona del Año”. Hace mucho que Dylan prefiere no hablar en público (en conciertos y presentaciones no dice media palabra), pero la noche de la premiación sorprendió a todos con un discurso leído de media hora. Recuerda sus influencias y agradece a productores, músicos y amigos que tocaron y popularizaron sus canciones (The Byrds, Nina Simone, Jimi Hendrix, Jhonny Cash, Joan Baez); también replica a los críticos que le han dicho que no tiene voz, que los fraseos son incomprensibles, que los arreglos dañinos; les pregunta: “¿Por qué no escriben lo mismo de Tom Waits, Lou Reed o Leonard Cohen?” Muy buen punto.
Del letargo de los 80 y 90, salió en 1997, cuando aparece Time Out Of Mind. Seguirían “Love And Theft”, Tempest, Modern Times y Shadows In The Night, éste un disco de covers de Sinatra y que le dio su tercer álbum número 1 de este último periodo. No que la cartelera signifique mucho, pero, para la estadística, ninguno de la vieja guardia sesentera ha trepado tanto, ni tan alto, ni tantas veces, ni tan reinventado como Dylan; quien seguro sigue haciendo lo que bien quiere y puede, sin dibujar a tinta las metas finales, sabiendo que envejece, que el futuro es cosa del pasado y que el pasado por supuesto puede repetirse, que memoria y amigos pueden ser una miríada y un espejismo, que puede decir que escapó y está a salvo, sin estar seguro de qué escapaba ni si llegó al lugar que pretendía.
El Anarquista
Fue una casualidad que Dont Look Back estuviera en la cartelera del British Film Institute en julio pasado. Con tiempo de sobra bajé del tren en Waterloo. En la cafetería del BFI pedí un expreso y me preguntaba qué tipo de público llegaría, si vendrían muchos, si el documental se verá en Quito, terminé el café. Llegué tercero a una sala con capacidad para cien personas y que no se llenó. Vi gringos viejos en shorts, otro, con más cara de isleño, vestía camisa de manga corta, una mujer sola se demoró en encontrar su asiento, un tipo (quizá borracho) llevando un terno ajado y sombrero negro y alón, algo lustroso; junto a mí, una pareja joven.
Apagaron las luces y ahí estaba Dylan, en la boca del callejón, deshaciéndose de los carteles. Tiene algo de muchacho entusiasmado y un poco fuera de foco. Pennebacker registraba casi todo: Dylan matando tiempo en la habitación del Savoy, una bronca ridícula con un inglés borracho e insignificante; destrozando al pobre Donovan en un mano a mano de guitarra, éste toca “A Song For You” y Dylan “It’s All Over Baby Blue”, al menos hay que reconocerle el arresto a Donovan. Es mordaz con un periodista (o aspirante) que se las ingenió para llegar a los camerinos pero no tenía preguntas preparadas (y quizá no le interesaba). Aparece Joan Baez, guapa, tierna, cantan a dúo en la suite del Savoy, y desaparece antes del final del documental. Bob no la invitaría nunca al escenario a cantar —como Joan tantas veces lo hizo cuando la popular era ella— y también porque estaba ahí, su futura esposa, Sara Lowlends.
Como la trilogía de discos “eléctricos”, este documental se hizo sobre la marcha. Pennebacker había filmado, de modo casual, cada momento de su pequeña hija jugando en Central Park, nada más que un ejercicio en el espíritu de la época, pero le dio la idea de registrar así cada movimiento de Dylan en Inglaterra. Como detalle interesante, el énfasis no está en las presentaciones, para los que quieran, la música está en los discos, parece haber pensado Pennebacker. Muchas son tomas laterales, mal iluminadas y el sonido no es bueno; hoy son reliquias de ese momento del rock, pero entonces le trajeron problemas de distribución a Pennebacker.
En la cinta, Dylan aparece haciendo juegos de palabras a toda velocidad con lo que ve escrito en un escaparate, llegando a los conciertos, viéndose reflejado en el espejo octogonal de su habitación de hotel, fumando. Y así como la escena de Savoy Steps no solo que se filmó al final, sino que antes de convertirse en el prólogo de la historia no se pensó incluir, el cierre habría sido la última canción del último concierto, pero Pennebacker eligió otra cosa. Durante toda la historia Dylan se muestra distante, desdeñoso (si bien, lo sabemos, nunca pierde un detalle), pero cantando en el Albert Hall él mismo queda atrapado por una especie de trance irrompible, continuo hasta el último acorde y los primeros aplausos. Sale, como volviendo al mundo. Un auto espera, suben, entre ellos Albert Grossman su manager de entonces. Evitan a las fans y se alejan pronto. Alguien rompe el silencio y dice que le llamarán el “Americano Evanescente” (Vanishing America´´A Dylan le gustó más esa calificación que todas las que le habían lanzado hasta entonces.
—Adentro pasó algo —como que pregunta Dylan, ríe y estira la mano—. Denle un cigarrillo al anarquista.
Otra vez el callejón
Semanas antes del documental en BFI, cuando di con la historia, había ido un par de veces a Savoy Steps para tomar fotos. Una ocasión dejé pasar un buen rato porque un auto se había estacionado, aunque no estaba permitido, en la bocacalle. Dentro vi —y se explica en parte— un chofer-guardaespaldas, traje y corbata, esperando con la ventanilla abajo y leyendo un periódico. No se movió en toda la mañana.
Fui a dar una vuelta a Victoria Embankment Gardens, donde se filmaron unos outakes de los carteles de “Subterranean Homesick Blues”. Busqué, pero no reconocí una banca donde aparece Dylan sentado con Joan Baez. Ese mediodía dos tipos, un turco gordo y enorme, un polaco pequeño y rubio que usaba la camiseta de la selección de Brasil, jugaban una partida de ajedrez con piezas del tamaño de niños pequeños. El polaco jugaba de pie, moviéndose, cruzado de brazos, tapándose la boca con tres dedos. El turco, que iba ganando, jugaba sentado en una silla de lona y bufaba para ponerse de pie, como si realizara un esfuerzo descomunal. Levantaba sus piezas, desplazaba las de su contrincante y las sacaba del tablero con unas pataditas que resonaban el plástico hueco. Volvía a sentarse con un bufido. Salí del parque. Vi que muy cerca están también las casas donde vivieron, por unos años, Kipling y Melville (me pregunto si Dylan habrá sabido eso), nada distintivo salvo los discos azules conmemorativos. Decidí regresar al callejón. Al cruzar por el parque, vi que los alfiles del turco habían aniquilado la defensa del polaco. No sé ajedrez, pero me daba cuenta que el rubio estaba acorralado. Me parecía que no era rival, pero él iba entendiendo bien el juego (mejor que yo en todo caso), porque después una jugada del turco, descruzó los brazos y le tendió mano. El turco se levantó sin bufidos (era su estrategia), se la estrechó sonriendo y asintió enseguida a la revancha. “Era jaque mate en tres movimientos”, oí que comentó alguien.
Cuando volví, ya no estaba el auto, pero un tipo salió al umbral. Caminó hasta la esquina y encendió un cigarrillo. Fuma sin ansias mientras revisaba su teléfono. Es probable que no lo sepa, pero se para justo en el sitio desde el que Dylan desechaba carteles hace 50 años. Fuma y nadie más llega. Espero. Por fin me quedo solo, disparo en donde estoy, fotografío el callejón desde el extremo opuesto y vuelvo a la entrada.
Una chica joven y un fotógrafo aparecen. Finalmente alguien más sobre la misma pista. No sé si la chica habrá sido una fan, la presencia del fotógrafo hace pensar en un encargo de trabajo y están mejor preparados: ella trae un I-Pad con una captura de pantalla del video y le indica a su colega desde dónde disparar. Notaron que estaba ahí, ella sonrió, pidieron disculpas (los ingleses…), él dijo que solo tomaría un minuto y ella dijo gracias. Diez minutos después ya no estaban.
Londres, primavera, verano 2015