Con el aumento de la esperanza de vida a nivel mundial, en mayor o menor porcentaje, de acuerdo con las condiciones de regiones distintas, el target (grupo objetivo) del mercado también amplió el radio de acción del marketing adecuado a su dinámica producción-consumo.
Si hasta hace unos años el rango etario que recibía el mayor énfasis publicitario oscilaba entre los 15 y 40 años, hoy con toda seguridad, ese énfasis se extiende hasta más de los 60 años con categorizaciones y especificaciones generadas a partir de la observación, el análisis y la medición de comportamientos, reacciones, inclinaciones y preferencias de los estamentos sociales a los que se dirige.
Sabemos que para el marketing, su fuerza motriz radica en ir descubriendo y creando necesidades, exigencias, urgencias y deseos, acordes con las etapas de vida de los seres humanos, por lo cual, desde este condicionamiento, la nueva proyección de existencia se constituiría en campo abierto para la intervención mercantil.
Cabría, entonces, pensar que el espacio proporcionado por una esperanza de vida mayor tendría que valorarse en su significación propia, es decir, ser apreciado como un tiempo logrado por la civilización para la especie, reconocer el potencial de más grandes posibilidades y menores restricciones, y desde esta identificación, actuar en él.
Así, el nuevo ciclo debería poder caracterizar su contexto de consumo de manera correspondiente, sin ser objeto de inducciones desfasadas; sin embargo, la insistente hipervalorización, apología, que el mercado realiza respecto de la juventud, en virtud del aprovechamiento de una sicoemocionalidad que por multiplicidad de razones es más dúctil a su penetración, configura objetos-valores que definen la calidad de vida.
Por tanto, los grupos son inoculados con ideas fuerza respecto de la juventud como un valor más que como un estado del desarrollo humano, lo cual, entre otras cosas, altera la percepción y la relación con el entorno, y conduce a preferencias casi exclusivas de representaciones de la innovación y la novedad, como ejes modernos de la utilidad, satisfacción de necesidades y deseos, adquisición de status, goce, placer e incluso de la estética.
Vale decir, el consumo es impulsado a partir de variables que exacerban el ya preestablecido deseo de los seres humanos por poseer lo nuevo, siempre en el estado vital que estos se encuentren. Por tanto, en el proceso de incorporación de los grupos señalados se profundiza la constante creación de la novedad, como respuesta holística y como panacea.
De este modo, el mercado se asegura de innovar productos y servicios, fortalecer el afán por lo nuevo -como lo que es-, en detrimento de la tradición (salvo que esta se incorpore al mercado), de lo usado, lo vivido, como lo que ya no es. Y lo que ya no es, precisa ser archivado, o peor aún, desechado. Desde esta óptica, y en líneas generales, el deseo de consumir lo nuevo presupone, desde variados ángulos y sentidos, un distanciamiento con lo viejo, su depreciación y su negación.
La estrategia marketera, entre otras cosas, apunta a demostrar la insolvencia que entraña lo viejo, por la cual, a más de la erosión natural, y por ella misma, los objetos presentan un fuerte menoscabo en algunas o en todas sus capacidades de satisfacción de necesidades; y, adicionalmente, se desintonizan del desarrollo, del avance y el ascenso sociales, sumando así connotaciones socioculturales. Estos factores se convierten en estímulo directo sobre la producción y la comercialización.
Sabemos que las mercancías se sustentan en valores de uso y de cambio, pero es indispensable considerar también la fuerza del valor simbólico, fundamental en la medida de los sentidos que es capaz de otorgar. Su manejo posibilita, incluso, suplantar la vanguardia social con la novedad, muy discretamente contestataria en términos políticos o críticos, pero irreverente ante la tradición por representar un pasado disfuncional que dice poco para la vida moderna.
Esta vanguardia no plantea rupturas, ni siquiera fracturas; y, viene a ser una especie de élite ideal de las sociedades. Más allá del consumo de la novedad comercial que suele asociar lo nuevo con ideas de libertad de expresión, esta vanguardia está dispuesta a combinar la idea de la libertad de expresión artística con la libertad de consumir ilimitadamente.
Así, nos encontramos frente a la ampliación del radio de acción del mercado que lejos de reconocer a cabalidad la nueva dimensión de la adultez, apuesta en ella todo su arsenal por una prolongación de la juventud, uno de sus más altos valores, a condición del consumo, constituido en refugio de soledades, frustraciones y fracasos.
¡Somos jóvenes mientras consumimos!