Acepto desde ya que no me hice a tiempo un simple examen de sangre y orina, ni presté atención a los síntomas que aparecieron luego: esa imposibilidad de orinar bien y ese dolor leve que, poco a poco, se me fue haciendo insoportable y que, más tarde, cuando por fin acudí al médico, me diagnosticarían como consecuencia de una serie de obstrucciones que había derivado en una hidronefrosis bilateral. Y que, con el pasar del tiempo, una infección agravaría mucho más. Tanto que otro médico me dijo sin ambages: “Tienes insuficiencia renal. Tus riñones no sirven”.
Apenas oí aquellas palabras, el fin de mis días cruzó por mi mente. Y enseguida, no tuve cabeza para otra cosa que no fuera para el desfile de fragmentos de mi vida mientras la rabia, la frustración, la ansiedad, la depresión, me hacían preguntarme ¿Por qué a mí?
A mí que tenía un excelente trabajo, una linda familia, amigos maravillosos. A mí que tenía un futuro promisorio.
El médico, como si adivinara mis pensamientos, me dijo que la insuficiencia renal es una patología que tiene diversas causas, que algunas son asintomáticas, pero otras, como en mi caso, presentan síntomas, y que, de cualquier forma, es muy importante la prevención. «Un análisis de sangre y de orina a tiempo, casi siempre, hace la diferencia».
Hoy aquellas palabras siguen en mi memoria como si las escuchase ahora mismo. Oigo al doctor, explicándome: “Los riñones son dos órganos gemelos que cumplen funciones vitales. Entre otras, y en lenguaje simple, limpian la sangre de toxinas y otras sustancias que se acumulan en el organismo. Esto, cuando la función renal es óptima, se hace a través de la orina. Pero tus riñones están tan mal que habrá que hacer diálisis lo más pronto posible”.
– ¿Diálisis? –me oigo preguntarle, impactado-.
– Sí –me dice el doctor-. Di-á-li-sis.
Y mi impacto por esa palabra logra que el doctor continúe:
– Hay muchos tabúes alrededor de la diálisis, pero solo con ella podrás llevar una vida normal. O, por lo menos, como la que tienes ahora. Sin diálisis, te mueres. Perdón por la sinceridad, pero es así.
– Yo he oído casos dramáticos –digo, entre la angustia y el temor.
– De drama la diálisis no tiene nada. Dramático era cuando la diálisis no existía y la gente se moría. Así que tranquilo, que no es el fin de mundo sino el principio de una nueva vida.
Como sea, en muy poco tiempo, ya están colocándome una fístula en mi brazo izquierdo para unir una vena con una arteria, y así, crear un acceso que permita que mi sangre fluya a través de un filtro especial que elimina los desechos, la sal, y los líquidos innecesarios. Todo esto para que mi sangre filtrada regrese luego a mi cuerpo y mi presión arterial y las sustancias químicas, como el potasio y el sodio, se equilibren adecuadamente
Dicho así, todo parece demasiado fácil. Y la verdad es que la diálisis te lo trastoca todo, el trabajo, lo cotidiano, el amor. Ahora mismo, por ejemplo, es feriado, casi todo el mundo se ha ido de playa, pero yo voy rumbo a mi diálisis número trece, al hospital de siempre, la sala de siempre, la máquina de casi siempre.
Cuando entro a la sala, también hago lo de siempre: saludo a quien me saluda, ignoro a quien me ignora. Luego tengo que pesarme, calcular cuánto líquido debo eliminar, limpiar mi brazo, y sentarme en este sillón para que me conecten a “mi” máquina.
En los otros sillones están los mismos compañeros de infortunio de siempre, excepto en uno, el más cercano, que luce vacío.
– Lo llamaron a la medianoche –me cuenta el tecnólogo que me conecta a la máquina -.
Consiguió un donante y la operación fue un éxito.
– Qué bueno –le digo-. De verdad me alegro. Por fin, dejará de sufrir este calvario.
– Un calvario que les permite, a todos ustedes, seguir viviendo.
Y tiene toda la razón del mundo el tecnólogo, pero hoy no ando con tan buen genio como para aceptárselo.
– ¿Cuánto se va a quitar hoy?
– Dos kilos y doscientos gramos –le digo.
– Perfecto –dice, con la alegría de alguien que se sabe sano, como yo alguna vez-. Qué tenga un hermoso día.
Yo fijo mi atención en los tubos que me atan a esta máquina que empieza a filtrar las toxinas y a quitarme el exceso de líquido que tiene mi organismo.
Mientras purifico mi sangre y las enfermeras y los tecnólogos van y vienen, los recuerdos regresan. También yo estoy ya en la lista de espera para un trasplante. Es tan larga la lista y tan pocos los donantes que pasarán meses o años antes de que me llamen del hospital. Desde luego, si es que no muero antes.
Si yo tuviera un mejor trabajo, o dinero ahorrado, hasta intentaría comprar un riñón en el mercado negro. Uno de esos que ofertan mediante anuncios pegados en las paredes y en las columnas de los hospitales, en las universidades y en las farmacias, en los medios impresos y, sobre todo, a través de internet. Ayer mismo vi en Facebook un cartel que decía “Vendo riñón ORH+”. No voy a negar que indagara. Me dijeron que era de un joven atleta esmeraldeño y me pidieron nada más y nada menos que cincuenta mil dólares. De modo que, por ahora, comprarlo es como un sueño inalcanzable.
Tres horas de diálisis después veo al tecnólogo que sale de prisa y se dirige hacia una mujer que acaba de llegar y que a duras penas entreveo desde la posición en que estoy. Unos minutos más tarde, el tecnólogo regresa y se pone a montar y a cebar la máquina que está a mi lado, aquella que está vacía porque quien la utilizaba, desde anoche ya goza de riñón nuevo.
Y entonces llega ella: la mujer que antes entreví. Está tan estupendamente vestida, con un aspecto tan saludable que enseguida me pregunto qué hace aquí.
-Buen día, amigo –me dice-. Parece que vamos a ser vecinos.
– No me diga que usted se hará diálisis.
– Claro. Por qué no, si soy un ser humano.
– Es que no parece estar enferma –le digo, observándola en detalle mientras ella se acomoda en el sillón.
– No por estar enfermos debemos parecerlo -sostiene.
– Pero es que usted se ve tan vital -protesto.
– Esto es ahora –explica, mientras el tecnólogo le pincha el brazo-. Cuando recién empecé y supe que esto sería una enfermedad crónica, para toda la vida, me desmoroné, perdí mi autoestima. Pero después entendí que todo está en la mente. Que nuestra actitud ante la enfermedad cambia las cosas. La autoestima alta ayuda a curar, la baja es un caldo de cultivo para empeorar el cuadro clínico.
– Usted habla como si fuera médica o sicóloga.
– Solo soy una mujer que aceptó su enfermedad y aprendió a vivir con ella. Que cada día, al levantarse piensa: «Estoy viva y voy a seguir adelante».
– Eso es imposible cuando uno tiene que vivir atado a una máquina.
-Lo único que yo digo es que toda enfermedad crónica se puede vivir de dos maneras: con pesimismo y mal humor, amargándose y amargando a los demás. O de manera positiva y disfrutando los pequeños detalles, poniéndole color y alegría a la vida.
Eso del color y la alegría se le nota sin mayor esfuerzo: por su vestido, sus pulseras, sus aretes, e incluso su maquillaje, parece un papagayo.
Ella saca su computadora portátil, su celular, y unos auriculares.
-Tengo que seguir trabajando -me dice.
– ¿Y en qué trabaja?
– Soy escritora.
– A la mayoría nos toca dormir una siesta, ver televisión o leer –le digo-. Usted es una mujer de suerte.
Ella abandona los auriculares que estaba a punto de colocarse, me mira fijamente mientras parece pensar, o recordar, y luego me dice.
– ¿A los cuántos años le diagnosticaron su insuficiencia renal crónica? Mejor dicho, ¿desde cuándo se hace diálisis?
– Hace muy poco –le digo-. Es mi diálisis número trece.
– Pues yo tuve la suerte de sufrirla desde los trece años –me dice-. Trece años..
– Disculpe –digo, y me siento culpable, aunque no sé de qué-. No sabía.
– Le contaré mi historia, a ver si le sirve de algo –me dice mientras cierra su portátil y se reacomoda para contarme que la insuficiencia renal crónica la sorprendió cuando solo tenía trece años y que a fuerza de medicinas, de biopsias renales, y de una dieta estricta, pudo sobrevivir casi un año hasta que empezaron a dializarla.
– Al principio, yo no entendía bien de qué se trataba. Me decían que era una depuración de la sangre y que la maquina realizaba lo que mis riñones no podían. Con el tiempo fui entendiendo. Y también con el tiempo fui padeciendo los trastornos físicos y sicológicos que se presentaron: fístulas que no funcionaban, taponamientos cardíacos, vómitos constantes, picos altísimos de presión arterial, embolia de pulmón y una anemia que sólo me permitía dar dos o tres pasos. Pero, aparte del excelente trabajo de los médicos, mi familia tenía fe y me rodeaba de amor y esperanza. Cinco años estuve así. Asistiendo tres veces por semana a la clínica, pasando cuatro horas cada día atada a la máquina. Pero, finalmente, a los diecinueve, me hicieron el primer trasplante.
– ¿El primer trasplante? –me sorprendo-. ¿Cuántos le han hecho?
– Dos.
-¿Dos?
– Dos –confirma y continúa-. Con el primero, no seguí a rajatabla las instrucciones médicas. No controlé adecuadamente ni la dieta ni los líquidos. Ni siquiera hice los ejercicios que me mandaron y que eran tan importantes para mi cuerpo y mi mente. Al contrario, llevé una vida que podría catalogarse como disipada. Y a los tres años tuve que repetir el ciclo: un tiempo de diálisis y luego otro trasplante.
– ¿Y usted tiene una fábrica de riñones, o qué?
– El primero me lo donó mi padre. El otro, mi hermana. Gracias a la sabiduría y experiencia de los médicos todo salió perfecto y he podido disfrutar durante quince años de una mejor calidad de vida, sin las restricciones de tiempo que, entre otros grandes desgastes, me imponía la diálisis.
– ¿Quince años?
–Quince, pues tengo treinta y siete –acepta-. Pero hace un mes volvieron los vómitos, el cansancio, la falta de apetito, las náuseas, la picazón del cuerpo, el sueño, y todos esos otros síntomas que nos produce la intoxicación de la sangre. El daño renal es irreversible. Y ese es el motivo por el que estoy aquí, de nuevo dializándome.
– No veo motivo para que esté tan alegre.
– Continuar viva es motivo suficiente. Y lo estaré gracias a la diálisis –vuelve a acomodarse, lentamente, nada brusca, y me dice:
-Mire: Yo sé que hay muchos tabúes sobre la diálisis. Pero esto es un tratamiento que garantiza una mejor calidad de vida. Y yo puedo confirmarlo. Créame que una puede llegar a sentirse con un estado de ánimo impecable.
– Permítame contrariarla, pero yo no he podido hacerme cargo de mi vida desde que sé lo que tengo.
– Podrá llevar una vida normal desde el momento en que esté dispuesto a ver algunas cosas de otra manera. Por ejemplo, que la diálisis no es una larga agonía sino una oportunidad de vida.
Cuando se dé cuenta que usted, igual que todos los que estamos en esta sala, somos unos verdaderos afortunados.
– ¿Afortunados? –me exalto, casi-. Usted está malita de la cabeza, o qué.
– Escúcheme y no se altere que puede hacerle daño: usted y yo tenemos la gran fortuna de vivir en una época en la que la tecnología alcanzó un desarrollo tal que este tratamiento no sólo es posible sino que, a diferencia de sus inicios, la mayoría de las funciones de las máquinas están automatizadas y prácticamente no hay efectos secundarios luego de cada sesión, más allá de cansancio o, eventualmente, hipotensiones o mareos. Antes, era mucho más cruento.
Estoy por decir no sé qué cosa pero me callo ante la presencia de una enfermera que viene a tomarme la tensión arterial, la temperatura, el pulso. Lo miro todo con atención. Finalmente termina y al ver mi ansiedad por saber me dice:
– Todo está muy bien. Dentro de unos minutos, terminará su diálisis. Una recomendación que ya le he hecho antes: tenga cuidado cuando se levante: hágalo muy despacio o se le bajará la presión y acabará mareado. Y no se me olvide que antes de irse deberá pesarse de nuevo para controlar el líquido perdido y para que, en las próximas sesiones, el nefrólogo pueda valorar su peso ideal.
Así lo haré –le digo. Y empiezo a sentirme aliviado, libre, sin saber bien de qué.
Efectivamente, en unos minutos más vuelve la enfermera, acompañada del tecnólogo y me retiran las agujas, presionándome la zona de punción durante unos minutos que se me hacen eternos, hasta que dejo de sangrar. De inmediato me cubren con un apósito.
Me levanto lentamente, casi como si fuera un inválido. En realidad exagero. Lo cierto es que me siento bastante bien. Voy y me peso. He bajado lo necesario. Estoy por irme, pero vuelvo la mirada a la mujer de los dos trasplantes y luego me le acerco.
– Gracias por tus palabras –le digo. Y le doy una palmadita. Ella busca mi mano y me la sujeta. Siento su calidez.
– Creo que vamos a vernos seguido.
–Yo también lo creo –digo. Sonriendo, porque ella me dice:
– Vaya, has tenido una linda sonrisa.
Esta vez sonrío ampliamente.
– ¿Cuándo te toca de nuevo? –le pregunto.
– El martes.
–A mí el miércoles. Intentaré que me cambien a los días en que te toca –me sorprendo cuando oigo mis palabras.
Ella sonríe y me dice:
– No olvides de llevar una dieta hipo proteica. Que nuestro principal enemigo es el líquido. No quiero que te enfermes del corazón.
El corazón es precisamente lo que siento que se me acelera ahora. Así que suelto su mano, le sonrío agradecido, y me marcho.
Cuando salgo del hospital siento como si abriera los ojos de repente: toda esa sensación rara de malestar e incertidumbre ha desaparecido. Me siento como en aquellos viejos tiempos donde el despertar era placentero y el apetito por vivir estaba intacto. Una oleada de frescura y alegría invade mi organismo.
Me siento tan bien que me entran unas ganas inmensas de darme una escapada a la playa. De sentarme en la arena y mirar el mar. El mar.
¡Cuántas ganas tengo de mirar el mar!