Había una vez un país al que se le ofreció pan, techo y empleo y terminó gobernado por un torturador en el literal sentido de la palabra. Atormentó a sirios y troyanos, torturó a blancos y rojos, acongojó a viejos y jóvenes bajo un régimen que practicó la represión sin discrimen, pero con el crimen como argumento político. Ese fue el régimen que asesinó a los niños Santiago y Andrés Restrepo, a la profesora Consuelo Benavides y desapareció al escritor Gustavo Garzón Guzmán, entre otros tantos ciudadanos de cuyo paradero nunca jamás se supo durante su periodo presidencial.
Eran los tiempos de la política convertida en inversión económica y viceversa. Se invertía para gobernar y se gobernaba para favorecer a las empresas de los adláteres políticos. Y la inversión más rentable comenzaba en las millonarias campañas electorales que eran un insulto a la pobreza de un país a merced de vocingleros adinerados que ofrecían el oro y el moro. Eran épocas en que las empresas electorales hacían su agosto, sin la menor supervisión de la inversión publicitaria de las autoridades electorales. Eran los días en que el dinero ponía en desventaja a los candidatos pobres, o de medio pelo, frente a los aniñados que montaban millonarias campañas de marketing político.
Hoy día que hay un país al que nuevamente se le pretende sorprender con promesas fatuas, ciertos candidatos prometen “trabajo, democracia y libertad”, parodiando a sus antecesores que gobernaron el viejo país de la demagogia. Pero esta vez las empresas electorales tienen las manos atadas por la legalidad electoral que impide una inversión descontrolada de antaño. Y ante la imposibilidad de concentrar la inversión en campañas en medios tradicionales sin control de la autoridad, el mercadeo político recurre hoy a nuevas estratagemas.
No obstante, toda comunicación política en tiempos electorales tiene la finalidad electoral, y el propósito fundamental de vender a un determinado candidato. Pero tampoco están los tiempos para promover a los candidatos como si se tratase de una gaseosa o un jabón detergente. A estas alturas de la vida se requiere el montaje de una campaña que recuperé, en la práctica, la credibilidad de candidatos reciclados de la vieja partidocracia o los nuevos candidatos de una pretendida unidad de “todos con todos”.
Un principio elemental del mercadeo político, habla de la necesidad de contar una historia que narre la vida del candidato desde sus orígenes comunes con el electorado. Una historia con la cual identificarse masivamente. En esa línea de acción, el candidato Guillermo Lasso cuenta su origen de “niño humilde” que llegó a ser banquero gracias a su esfuerzo de self made man -hombre hecho a sí mismo- como Rico Mc Pato. A partir de entonces, es frecuente ver al candidato vestir ropa común y corriente, recorriendo barrios y dando la mano, a destajo, a gente del pueblo. La fórmula del self made man lo proyecta como la persona que ha nacido pobre o de otro modo en desventaja, pero que logró gran éxito económico gracias a su propio trabajo duro y el ingenio, más que por cualquier fortuna heredada, familia conexiones, u otros privilegios.
Pero la política no es el juego de lo posible –como se insinúa-, sino más bien es el juego de hacer viable lo imposible. En ese ámbito de acción, las campañas electorales buscan un fin concreto: crear y fortalecer la imagen del candidato o protegerlo frente a la exposición pública de sus enemigos; y, por tanto, alcanzar un alto grado de aceptación que lo encumbre hasta las esferas del poder. En dicha línea, ¿La ética rige esos propósitos y gestiones? -se pregunta el asesor político Gustavo Isch. En rigor, no necesariamente. Quién puede advertir con certeza de que las palabras y acciones de los candidatos responden a la verdad, o a un plan de mercadeo cuidadosamente trazado y aplicado intencional y calculadamente como estratagema de sus asesores. En ese despliegue, no solo está prohibido olvidar, sino además mostrar supina ingenuidad política. La historia del candidato debe ser potente, creíble y movilizadora. Amerita narrar la vida de hombres y mujeres ejemplares, hechos desde la más lacerante pobreza, gente exitosa, deportistas triunfadores, militares héroes, padres abnegados, indígenas comprometidos con la Pachamama, intelectuales mimetizados como salvadores de la patria, etc.
Impelidos por las circunstancias, candidatos aspirantes a puestos públicos se afanan en mostrar su rostro redentor. Y es entonces cuando el mercadeo electoral pretende rendir frutos en un contexto de crisis, cuando es más fácil promocionar salvadores o refundadores. La imagen de héroe o heroína -si el barco se hunde-, es una fórmula ganadora en países de bajo nivel de desarrollo ideológico y político, porque la promesa demagógica cala más hondo por vía emocional en personas de conducta irracional.
No en vano, Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi, sugería que las masas tenían un comportamiento femenil, emotivo, que había que manipular con fines políticos. Y dejó una fórmula con algunos principios propagandísticos, usados por nuestros candidatos criollos: identificar al adversario en un solo enemigo, agrupar a contrincantes en una categoría única, cargar al adversario los errores propios respondiendo al ataque con ataque, convertir minúsculas anécdotas en graves amenazas, simplificar el mensaje a nivel de los ignorantes, repetir una mentira mil veces hasta que se perciba como verdad, saturar con mucha información para que el adversario no tenga tiempo de responder, emitir información desde diversas fuentes para proyectar ideas como mensajes creíbles, silenciar lo políticamente inconveniente, inventar historias arraigadas en costumbres populares y ponerse en lugar de todo el mundo.
Redentores al poder
En Ecuador, el efecto redentor encumbró en el poder a políticos que ofrecieron A e hicieron B, es decir, todo lo contrario: Febres Cordero, Mahuad, Bucaram, Gutiérrez, entre otros. Hoy nuevas generaciones aspiran al poder, herederos de dinosaurios, cadáveres políticos, o delfines que buscan repetir la fórmula de sus progenitores políticos, como si la experiencia fuera endosable automáticamente.
Pese al esfuerzo propagandístico, si la lógica política del país otorgara beneficios a todos de manera espontánea, no habría necesidad de persuadir. Fuera inútil el mercadeo electoral para sacar de la sospecha ciudadana a ciertos candidatos que no tienen otro patrimonio político que el pasado de sus antecesores. Pero los porfiados hechos determinan que el electorado, por propia confusión, no es un hueso tan blando de roer: el grado de indecisión, a seis meses de las elecciones, no baja del 50% de los consultados por las encuestas.
La ciudadanía percibe que la política tradicional tiene dificultad para decir la verdad. La imposibilidad de mantener consecuencia con los principios propios, -y eximirse del oportunismo o el camisetazo-, no son bien vistos por el votante común. Frente a esta realidad, el mercadeo político apela a la estratagema de mentir con frases garbosas y embusteras, como “salvar al país de la dictadura”, o vender la idea de “invertir para generar trabajo”, y otras perlas tales como decir que “la crisis mundial empezó en el Ecuador”.
Los demagogos se venden como baluartes de la libertad y la democracia perfectas y sus adláteres pululan en busca de una oportunidad para sobrevivir en el escenario electoral. Esto explica las alianzas oportunistas o espurias entre banqueros e indígenas, o viejos militantes de la izquierda con nuevos militantes de la derecha. Unidades formadas, entre gallos y medianoche, a espaldas de las ideologías, que abren la opción de cocinar en la misma fanesca intereses contradictorios e irreconciliables, sin propuestas claras ni confiables.
Los brujos del mercadeo político están abonando el terreno estéril de la demagogia: ¿Viteri, será capaz de lograr adhesión nacional, si su líder Nebot no lo consigue desde su reducto guayaquileño? ¿Podrá el banquero Lasso borrar de la memoria colectiva una gestión a la cabeza del sistema financiero que provocó el feriado bancario? ¿Serán capaces los renegados políticos de proyectar una imagen confiable? ¿Podrán los brujos del marketing electoral hacer renacer, desde los escombros de la desconfianza política, a los mismos cadáveres de siempre? El pueblo tiene la palabra.