Mírenme bien, ahora ya soy un anticastrista. Tal parece ser el son de moda que bailan frenéticamente algunos incendiarios de antes convertidos, hoy, en flamantes bomberos. No me sorprende tanto su novísima ideología. Uno tiene que aceptar las ideas de los otros. Al parecer, es la única democracia que tenemos a nuestro alcance. Me sorprende su oportunismo. Su cinismo. Su brusco lavado de imagen y de ética. Su pérdida de memoria. Su doble moral acomodaticia: importan los muertos de ahora y no los de antes. En tiempos del «paredón», cuando enseñaban marxismo en la universidad, con salario seguro y otros beneficios incluidos, esos muertos no contaban. Cuba, Fidel y el Che eran la consigna que de paso les permitía vivir como cualquier señor de clase media. Ahora que los tiempos han cambiado y que un nuevo poder inmisericorde, el mayor que la Historia haya conocido jamás, gobierna el mundo, escupiendo su fuego infernal por donde quiere; entonces hay que cambiarse de bando y probar suerte en el otro lado: hay que modernizarse y, con distintos matices, hay que sumarse a la última campaña global: denunciar a Cuba para olvidar a Irak. Tan claro como eso. No de otro modo se explican sus extrañas, macabras matemáticas: tres muertos cubanos importan más que 3.000 iraquíes calcinados en los mismos días en la toma de Bagdad. Lo uno en función del olvido de lo otro. Y sin atenuantes.
Por cierto que esas reacciones histéricas y cargadas de mala fe, muy en la línea de Carlos Alberto Montaner, difieren en la forma y en el fondo de las de Saramago y Galeano y tantos escritores más, sorprendidos, sinceramente, por esos ajusticiamientos: salvando las distancias, yo tuve la misma reacción: en principio, por mi desacuerdo con la aplicación de la pena de muerte, dicho tantas veces. Y luego por una consideración política: ¿Cómo pudo pasar eso, justo en los días de las grandes manifestaciones en contra de los terribles bombardeos a Irak? ¿Tal era la contribución de Cuba a esa multitudinaria toma de conciencia del mundo acerca de los abusos del imperio?
¿Cómo ese consenso mundial que condenaba tales masacres, ese insólito momento de lucidez colectiva que nos permitió ver en vivo y en directo (a pesar y hasta mediante la CNN) la ocupación y destrucción de un país empobrecido y lejano por parte del imperio más rico de la tierra, era distraído así? “¡Qué estupidez!”, dijimos mis amigos y yo, sacados así de nuestro cómodo sueño humanista y arrojados a la “realidad real” de un mundo cruel y veloz, en el que sólo cuentan el poder, la fuerza y las decisiones rápidas. Qué difícil nos resulta aún hoy comprender -no justificar- las razones que movieron a Cuba a volver a aplicar, luego de años de receso, esa pena capital de la que, por otra parte, son tan partidarios el presidente Bush y su hermano, el gobernador de La Florida. Pero esas razones existen y hay que tomarlas en cuenta. La primera tiene que ver con el contexto: también para Cuba contaba el clima de tensión impuesto por la guerra de Irak: con semejante despliegue de poder bélico, una invasión a la isla -ya hubo una antes y la invasión a Panamá costó 5.000 vidas- era más que posible. Aparte de las violentas declaraciones de altos funcionarios de la Casa Blanca, de la súbita reducción de las visas otorgadas por USA a los cubanos que deseaban exiliarse (de 22.000 a 500), existían claros signos que mostraban una conspiración en marcha: a día seguido, hubo dos aviones secuestrados, y el propio asalto a la lancha de pasajeros parecía más un acto provocador que una operación que tuviese alguna posibilidad de éxito. En esas circunstancias (y valen todos los reparos morales), una demostración de debilidad podía ser catastrófica.
LOS ESCRITORES, LA JUSTICIA Y LA REVOLUCIÓN
“El tiempo da vueltas”, decía Ursula Iguarán, el inolvidable personaje de García Márquez. Y su sabiduría es incontrastable: el actual revuelo causado por los ajusticiamientos a los tres secuestradores de la lancha cubana, reedita la polémica que suscitó el caso Padilla en los años setentas y, antes: el debate Sartre – Camus, acerca de los campos de concentración rusos. Por eso, la respuesta de Cortázar y de Sartre, en cada caso, sigue vigente. ¿Cómo denunciar una injusticia sin beneficiar a quienes se alegran de que ella se haya dado? ¿Cómo hacerlo sin sumarse a los tránsfugas que, socapados en recientes principios, sólo quieren venderse, libres de su pasado incómodo, al nuevo mejor postor? Hay una manera: sopesar los hechos, no aislarlos; mandar las señales correctas a los receptores precisos. Lo otro es obrar de mala fe. Es manipular un mensaje para que lo entiendan de otra manera. Hablar en nombre de la libertad y la democracia para justificar el esbirrismo. Bien por Saramago que en una entrevista, realizada a pocos días de sus declaraciones a El País, dijo que sólo había escrito dos párrafos sobre el tema, pero que en ese día estaba en Chile y no quería decir más al respecto y sí, en cambio, cosas acerca de la situación de los indios Mapuches y de un Pinochet a quien nadie juzgaba por sus crímenes. Bien por Galeano que supo advertir el peligro de una invasión real a Cuba y firmó un manifiesto pertinente. Bien por García Márquez, el más político de ellos, quien nunca se prestó al engañoso juego.
CUBA: EL DEBER Y EL HABER
¿Quién puede negar las carencias y dificultades que sufre Cuba tras 50 años de bloqueo? ¿Quién puede desconocer, además, los errores y equivocaciones y no pocas injusticias cometidos por la revolución en ese dilatado ejercicio de un poder absoluto aunque siempre respaldado por una clara mayoría del pueblo de la isla? ¿Quién puede ignorar los terribles efectos ocasionados por el derrumbe de la Unión Soviética en la economía cubana? Tampoco es posible desconocer la formación de dos capas de consumidores con distinta capacidad de compra: los que -por recibir remesas del extranjero o estar ligados al turismo- manejan dólares y los que no tienen acceso a ellos. ¿Qué queda entonces del antiguo sueño revolucionario? ¿Qué de las promesas socialistas?
Queda lo principal, lo básico: hasta no hace mucho, la más alta esperanza de vida en América Latina (76 años), la más baja mortalidad infantil, los mayores índices de empleo, escolaridad, alfabetización, seguridad social, salubridad, médicos por habitante, etc., de nuestra región. Son datos que constan nada menos que en los Informe sobre desarrollo humano de las Naciones Unidas. Si a esto sumamos los célebres logros en el campo del deporte, la ciencia y la cultura -que ni los más obcecados detractores de Cuba pueden desmentir-, entonces sí hay mucho que defender, sobre todo si comparamos estas realidades comprobables con lo que ha ocurrido en Latinoamérica en las últimas décadas. Esas medallas olímpicas de Cuba, esas nuevas vacunas, esos músicos excepcionales -incluso los que se han ido o van y vuelven- no provienen del aire: son el producto de una inversión social extraordinaria, insólita en un país pobre y acosado. Para los cambiados de bando esto ya no cuenta. Lo que ocurra con Cuba, luego de una «liberación» al estilo de Irak, o de una debacle similar a la de la URSS, con todo lo que vino luego, ley de la selva incluida, no importa. Pero hay muchos millones de gentes que no piensan así.
FIDEL Y SUS REEMPLAZOS POSIBLES
Paradójicamente, los límites de la política cubana son los de nuestras democracias. ¿Qué proceso electoral multipartidista de hoy puede eludir el peso del gran poder económico que fuerza la propia lógica democrática? ¿Acaso Bush no “ganó” las elecciones con medio millón de votos menos que los que obtuvo su rival Al Gore? Y si Cuba se abre al multipartidismo, ¿el sector de oposición no recibiría todos los recursos imaginables de la CIA y el Departamento de Estado? ¿Alguien puede dudarlo? ¿De qué elecciones nacionales hablaríamos entonces? Y, por último, ¿quién puede garantizar que el nuevo gobernante no haga luego, como ocurre siempre o casi, todo lo contrario de lo que ofreció en campaña?
Y aquí arribamos al punto más delicado de los que hemos abordado en este artículo: ¿Quién reemplazará la enorme figura Fidel? Raúl, claro. Pero a qué distancia ¿Podrá sobrevivirle la revolución cubana? Hemos visto que no. Está viejo el Comandante. Guerrear durante medio siglo no es poca cosa. Mantenerse siempre fiel a una misma causa y resistir tantas agresiones e intentos de asesinato, tampoco. Viejo, sí, excepto en la memoria mundial; porque nadie podrá olvidarlo cuando convocaba multitudes apasionadas, con más de un millón de personas lo vitoreaban, o concedía entrevistas a los medios más importantes del mundo, o se robaba el show en las cumbres de presidentes, con largos discursos vibrantes, lúcidos, cargados de sentido que, como un efecto secundario, servían para resaltar la proverbial mediocridad de la mayoría de sus colegas. En verdad, un líder de esa talla no aparece todos los días. Resultante y componente de procesos históricos complejos, su papel en ellos fue fundamental. Y, a veces, irremplazable. El Bestiario de “demócratas” latinoamericanos (aupados por o made in USA) es impresionante: Salinas de Gortari, Fujimori, Menem, para no hablar de Pinochet, Videla, Somoza, Duvalier, Trujillo, Stroessner, Batista, y muchos etcéteras. ¿La gente de esa laya no estará lista ya para sustituir a Fidel? Es lo más probable. Cuba no es el Irak petrolero, en donde el plan de su reconstrucción (destruirlo pareció ser un mero trámite) garantizaba jugosas ganancias a los invasores, a condición de gobernarlo de modo directo. Mal que bien, en Cuba, el principal conflicto sería político y, con o sin guerra civil, se resolvería entre los cubanos de la isla y del exilio. En tales condiciones sólo basta mirar los nombres que propone Miami para saber de qué estamos hablando.
Pero Fidel no ha sido únicamente el gobernante de una isla. Ha sido, en muchísimas ocasiones y a lo largo de su vida política, el interlocutor válido y a veces único, del Tercer mundo, tanto en las luchas independentistas de los países africanos cuanto en los temas relativos a la deuda externa latinoamericana, o la globalización o, incluso, del ALCA. Durante décadas, ha sido el gran No de los excluidos y marginados de la tierra.
Un líder y un ideólogo así no es de fácil reemplazo.
Pero el Comandante tiene un enemigo más despiadado de todos cuantos lo han atacado: el tiempo. El tiempo que devora vidas e imperios. Curiosamente, es el mismo que corroe, a una velocidad impresionante a Norteamérica y su fracaso neoliberal. Importantes teóricos y analistas que van desde Wallerstein y Chomsky hasta el magnate George Soros, advierten su crisis y decadencia; incluso el primero habla ya de una metástasis generalizada de muy difícil contención.