Esa mañana el escritor recibió una extraña misiva: alguien que firmaba con su mismo nombre, reclamaba la autoría de todos sus libros. Indignado, le contestó que dejara de usurpar su nombre o lo demandaría, pero se detuvo en vilo cuando vio que la dirección a la que estaba a punto de enviar la respuesta, era la misma que la suya, por lo que no envió la misiva pero se sentó a esperar la contestación que, se quejaba, tardaba más de la cuenta. Incapaz de enviar o recibir, el posible acuerdo para dilucidar a quién pertenecía su obra, se detuvo indefinidamente.
De todas formas, el escritor siguió publicando sin saber con exactitud si lo que escribía le pertenecía o no, hasta el día en que el médico le aumentó la dosis y, solo entonces volvió a ser él, aunque era evidente que a veces no era él sino él, pero sin estar plenamente consciente de lo que, en cada ocasión, estaba siendo.