En tiempos electorales las armas de la desventura política tiran sin ton ni son a todo aquello que se mueve –o deja de moverse- en el escenario público. La campaña ha arrancado y el leitmotiv que activa discursos, sermones e infamias parte de una conjetura política perversa: desmontar el correísmo.
Y para que tal afán logre algún tipo de legitimidad, por lo menos en la cancha mediática, se señalan uno o dos asuntos que indignen y solivianten a los potenciales electores de 2017: crisis y corrupción. Y se apela, ¡cuándo no!, al asco moral respecto de cualquier acción o decisión del actual gobierno.
Apelar a la moral individual, es decir, a esa que se ha arraigado por siglos a través de los distintos recursos culturales –religiosos, ideológicos, etc.-, solo es útil cuando las tesis políticas carecen de correspondencia con una realidad (la ecuatoriana) que hoy requiere urgentemente un nuevo itinerario.
¿Desmontar el correísmo es una amenaza que apunta a matar el Estado reformado en Montecristi?
Parece que, aunque han pasado algunos años –no tantos tampoco-, la idea y la práctica de un Estado que por fin delinee y constituya lo público, es un imperativo que estaría lejos de cuajar si la sustancia general de lo que se dio en llamar ciudadanía –como categoría política distinta y superior de la vida social- no ha asumido, colectivamente, un rol que, para empezar, no tenga del Estado la duda reaccionaria que el neoliberalismo inoculó en las mentalidades despolitizadas de las dos últimas décadas del siglo XX, y tampoco el desprecio de quienes deliran con la desaparición del estado burgués pero sin forjar y organizar políticamente a todos los movimientos (sociales) que hipotéticamente habrían de suplir al viejo proletariado.
Ergo, no es el Estado o el Gobierno el que construye ciudadanía (si creemos aún en esa categoría como paradoja de una subversión afianzadora de lo público), sino la idea de que, sin política, ninguna ciudadanía, por agitadora o propositiva que parezca, tendrá destino o compromiso social, en términos de lo colectivo. Esos animales puros que pululan en las vertientes de los desafíos contemporáneos (ecología, alimentación alternativa, feminismos, neo indigenismo, sexualidad plural, y tantos otros) siguen relegando la política y acusando una autonomía que a la larga apenas sirve como disrupción de causas legítimas pero aleatorias de la demanda social por justicia.
Desmontar el correísmo, por tanto, es algo más complejo que deshacerse de un presidente, un estilo o un Estado; o creer que resucitando el odio al Estado ese desmontaje será más fácil porque las personas no soportan que las protejan. ¡Por favor!
A pesar de la debilidad (general) de la propia ciudadanía referida a su filiación con lo público, hoy se sabe que nada empobrece tanto a una comunidad como su despolitización y apatía. Odiar al Estado subyuga las posibilidades de acción política de la gente y admite el retorno de la indolencia colectiva; no porque el Estado sea un colofón en sí mismo, sino porque estimula a los pueblos a reorientar su energía social y decidir los espacios y fuerzas de sus permanentes y cotidianas luchas.