Paul Kennedy, en su libro “Hacia el siglo XXI”, afirma que el Estado nacional sigue siendo el primer marco de identidad para las mayorías y que «no ha surgido ningún sustituto adecuado para reemplazarlo como unidad clave a la hora de responder al cambio global». Darlo por muerto, prematuramente, como quieren ciertos economistas, que aprendieron solo lo que les enseñaron, puede ser una mentira compartida de trágicas consecuencias.
En efecto: ¿Cuánto de Estado hay en la vida del estadounidense medio que paga una tercera parte de su salario en impuestos? ¿Cuánto en los proyectos de alta tecnología de la NASA, el Pentágono o el gobierno de USA? ¿Cuánto, en la economía chilena -el único ejemplo feliz del neoliberalismo en América Latina, según dicen- si casi la mitad de sus exportaciones dependen del cobre, un bien estatal? Cuánto, en las medidas proteccionistas que garantizan, por ejemplo, la producción competitiva del maíz norteamericano? ¿Cuánto, en el combate al «mercado natural» de la drog
Es cierto que por la vía de la globalización, los afanes integradores, los movimientos internos de etnias y nacionalidades y una campaña mundial de aplicado desprestigio, la idea misma del Estado, ha sufrido una mengua notable. Sin embargo, hay Estado para rato. De hecho, ninguno de los grandes temas del mundo actual: el pavoroso crecimiento de la pobreza real, el deterioro ambiental, el problema de la deuda externa, pueden ser enfrentados por las grandes corporaciones, obsesionadas con su propia rentabilidad.
Y los organismos mundiales como las Naciones Unidas, el mismo Fondo Monetario o el Banco Mundial, no tratan con ellas sino con los estados nacionales. Al decir de un historiador de la talla de Fernand Braudel, los grandes negocios del capitalismo solo se hacen con el Estado. ¿A quién le venden aviones y submarinos, los comerciantes de armas? Otra prueba vívida serían las privatizaciones actuales.
Ocurre, sin embargo, que la misma mentalidad que reduce, sin ningún problema, toda la vida social a la vida material, ésta solo a la economía y, por si fuese poco, toda la economía al mercado, es la misma que propaga, como un dogma, el descrédito y la obsolescencia del Estado, como regulador de la vida social.
La consecuencia directa es que una buena parte de políticos y tecnócratas ciegos, piensa que ha llegado la hora de pescar a río revuelto, la hora del baratillo y del remate apresurado; para los inescrupulosos: la hora de la corrupción.