El Estado y la revolución, ese era el nombre de un famoso libro de V.I. Lenin que analizaba el rol del Estado burgués y la posibilidad de que éste protagonizara un cambio revolucionario en la sociedad capitalista. Y cobra importancia -a manera de referente-, el concepto de Estado leninista para entender el rol que ha jugado el Estado ecuatoriano en el proceso de la llamada revolución ciudadana. El concepto leninista concebía un Estado instrumental en manos de una clase dominante, que le imbuía su carácter clasista, como reflejo de sus intereses estratégicos, ideológicos e históricos. Un aparato burocrático estatal -conformado por los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Orgánica de una formación económica social concreta, dada en el tiempo histórico y en el espacio territorial de una nación. Sobre esa base se levantaba una superestructura ideológica con instancias institucionales en el sistema educativo, el entramado jurídico político, la religión imperante, la cultura oficial en sus múltiples expresiones, etc., que de algún modo reflejaba y se correspondía con la base económica de la sociedad específica. Amerita decir que este aparato ideológico -que operaba como causa y efecto de la formación económico social-, se articulaba a un aparato armado de índole represiva representado por las FF.AA. A esto amerita agregar un sistema de comunicación mediática -tv, prensa, radio, internet- representado por empresas que en la actualidad juegan un protagónico rol ideológico como actores políticos.
Si el último slogan vigente de la revolución ciudadana nos dice que el Ecuador ya cambió, cabe preguntarnos ¿qué cambió de ese Estado instrumental en manos de los grupos de poder?
La respuesta es diversa, según analistas. Una primera aproximación es que el proceso de cambio político iniciado por Ecuador en el 2007 priorizó el rol de la cosa pública, es decir, reasignó el protagonismo del Estado, que dejó de ser regulador pasivo para convertirse en incidente de la vida nacional en aspectos políticos, económicos y sociales. El gobierno de Rafael Corea se planteó la potencialización de instituciones supraestatales y dinamizó la economía popular solidaria, a instancias de la intervención de Estado en los procesos productivos.
Un nuevo modelo de gestión estatal reconstruyó el Estado devaluado por gobiernos neoliberales que privilegiaban lo privado, y de ese modo se rescató lo público. Dicho rescate se expresó en la afirmación de la soberanía sobre recursos naturales, la autonomía en la toma de decisiones de incidencia internacionales, evidenciándose una mayor comprensión en el rol estratégico del Estado en la vida nacional.
No obstante, la potencialización de la institucionalidad del país no se dio acompañada de un desarrollo orgánico de la fuerza política que ostenta el poder -llámese movimiento o partido oficialista. Mientras tanto la participación ciudadana no contó con esa importante instancia de acción organizada en capacidad e incidir en el proceso, que no fuera por medio solo de las elecciones. Los observadores esto llaman la década ganada, un periodo en que, posterior a la Constitución del 2008, se puso enfatizó el reconocimiento y defensa de los derechos políticos, económicos y sociales de los sectores más vulnerables de la sociedad ecuatoriana. El Estado devino en una instancia asistencialista, mejor que no tener Estado. }
En esa dinámica, el Estado se propuso un proceso de integración nacional caracterizado por la inclusión de sectores tradicionalmente excluidos, indígenas, indigentes, minorías étnicas y sexuales, etc.- que resignificaron su rol en la sociedad haciendo prevaler sus derechos. Sin embargo, el proceso de integración nacional no necesariamente pasó por el fortalecimiento de la relación Estado-sociedad civil ni por un cambio profundo de las reglas del juego entre ambos.
Se potenció desde el discurso oficial a sectores populares y ciudadanos, en términos del ejercicio de derechos civiles, mas no en términos de participación decisiva, puesto que el poder de decisión siempre estuvo en manos del líder presidencial y sus instancias consultivas. El mayor protagonismo ciudadano se expresó en ocho elecciones ganadas por los movimientos oficialistas, pero no en el manejo popular de la cosa pública. En ese avatar se echó mano de la Constitución del 2008 como el cuerpo legal más garantista del mundo, una metáfora a la que le faltó mayor concreción en los hechos. No es extraño entonces que hoy los sectores que se oponen al gobierno se planteen una nueva constituyente para cambiar la hoja de ruta nacional y poner fin a los cambios políticos vigentes.
¿Cómo se explica que el Estado durante nueve años empoderado y poderoso, con todos los factores a su favor: concentración de poderes, expectante contexto económico, apoyo social, reconocimiento internacional, etc. no haya sido capaz de consolidar un proceso irreversible en la perspectiva histórica?
La respuesta parece estar en la ausencia de un desarrollo orgánico del movimiento político que acompañó al Estado en su nuevo rol protagónico. La falta de un partido estructurado en capacidad de liderar las bases sociales, es reflejo de una falencia ideológica, de una concepción que no entiende el rol del Estado en términos leninistas y de entender el papel estatal en el desarrollo histórico de una sociedad que se plantea una revolución. El estado y la revolución en Ecuador no fueron de la mano casados con una organicidad a toda prueba, capaz de resistir los embates de una economía cambiante y de una correlación de fuerzas que da un giro en sentido adverso a sus intereses.
Causa y efecto de esa realidad es el caudillismo como modelo de gobernanza que sustenta la imagen de un líder y releva al Estado a un plano supeditado a la percepción ciudadana de Rafael Correa. El Estado, entonces, no es asumido como el ente representativo de todos y para todos, y su gestión es percibida, no en capacidad de dar soluciones a través de políticas públicas, sino como dadivas desprovista de su carácter político trasformador.
El Estado no se posicionó como un orgánico social del Ecuador en proceso de cambio, puesto que se privilegió el poder cautivador del caudillo, a través de un discurso emotivo que enfatiza el protagonismo del vocero visible. Este es un rezago de viejas prácticas políticas propias de la concepción monopólica de grupos de poder neoliberales, que asignaron al Estado, y sus políticas públicas, un papel de comodín al servicio de intereses privados. ¿El Estado y la revolución caminaron en mismo sentido estratégico? ¿La revolución ciudadana cambió en sentido profundo el carácter estructural del Estado?
Se habla de una didáctica democrática que habría enseñado a la ciudadana tomar conciencia sobre sus derechos y del nuevo papel de las políticas públicas en defensa de los mismos. No obstante, las políticas públicas no son suficientes a la hora de construir democracia, porque éstas no resignifican por sí mismas a la cultura política de un país, menos en el breve periodo de una década.
Si dicho proceso no está influido por la cultura política de una política cultural que provoque una revolución de los sentidos de la política y de la participación popular, el proceso de cambio -la revolución ciudadana– corre el riesgo de volverse históricamente reversible. En ese sentido la historia es cambiante y suele repetirse, como decía Marx, una vez como comedia y otra como tragedia. El referente europeo indica que la historia la hacen los lideres, pero apoyados en fuertes aparatos estatales. Valga el ejemplo de Napoleón y su ejército, Bismark, Winston Churchill, Chales De Gaulle, que de un modo u otro replicaron ese paradigma en las democracias liberales latinoamericanas en gobiernos de fuerte protagonismo caudillista como el Perón, Chávez, Allende y, en Ecuador, el actual presidente Correa. En estos países a falta de una nueva institucionalización de un Estado revolucionario, fueron los líderes y sus fuertes personalidades la que intentaron legitimar el proceso de cambio. La excepción la constituye Fidel Castro en la Cuba revolucionaria, en la que el Estado y la revolución echaron andar en un mismo sentido histórico transformador.
En esta dinámica la revolución ciudadana nos queda debiendo una mayor politización de la política pública, es decir, un claro sentido estratégico amparado en la participación protagónica, real y activa del pueblo en la toma de decisiones. En esta carencia juega un rol indiscutible la comunicación oficial fallida emitida desde los aparatos de información estatales que consiguieron posicionar al Estado como el escenario donde ocurre la cosa política, estrechamente vinculada a la vida cotidiana de las personas y sus necesidades básicas. Quizás muchos dirán que no se promocionó debidamente de la obra estatal, lo cual no deja de ser paradójico que los ejercicios sabatinos presidenciales ante el país, no hayan logrado una debida interiorización ciudadana de la obra pública y se haya convertido en un espacio de beligerancia mediática. La ciudadanía no contó con una participación orgánica vinculada al protagonismo estatal ni en los hechos ni en las palabras, puesto que el discurso de la Comunicación Comunitaria local se hizo sentir desvinculado del proceso de cambio social global y en más de una ocasión lo cuestionó o no influyó decididamente.
Esta dinámica comunicacional se relaciona con otra de mayor trascendencia política: la necesidad de una revolución cultural que genere contenidos e influya sobre los discursos sociales. Esta situación piso en evidencia la poca capacidad estatal de contrarrestar la gestión político comunicación de los medios informativos, convertidos en agentes políticos vinculados como voceros a ciertos grupos de poder.
La estrategia mediática internacional y nacional que busca desplazar del control Estatal a los gobiernos progresistas -Argentina, Venezuela, Brasil y Ecuador-, se ve fortalecida por la carencia de una estrategia de defensa integrada a nivel regional de los procesos de cambio en esos países. ¿Cómo se ha blindado el Estado ante el embate de los ataques políticos mediáticos en la región? La historia está demostrando en resultados electorales que la defensa no fue suficiente frente al boicot opositor, a la hora de fidelizar a los pueblos junto a sus gobiernos progresistas.
En conclusión, el Estado y la revolución latinoamericana han demostrado poca compatibilidad, a la hora de consolidar el cambio político y hacer irreversibles los procesos de transformación social y económica. En esa dinámica no se creó una potente cultura política revolucionaria local que genere y proyecte estrategias internacionales de integración regional capaz de garantizar la vigencia de procesos revolucionarios a largo plazo. La generación política del nuevo milenio parece resignar su rol a una nueva, y su vez, vieja pléyade neoliberal reaccionaria que le disputa el poder en esta nueva coyuntura. La historia juzgará.