Tradición e innovación, modernidad y modernización.
Es preciso partir de un reconocimiento: durante más de 20 años ha imperado en el mundo una política que, consciente o inconscientemente, ha tratado de borrar ciertos referentes básicos de la cultura que nos permitían entender, de buena manera, la relación entre lo concreto y real y sus representaciones. De pronto, las nociones de lo popular, lo culto y lo masivo, tan ricas para captar los hechos vivos de la cultura, quisieron ser confundidas en el sólo espacio de lo híbrido. Eran los tiempos en que reinaban filósofos como Fukuyama, que decretaba el fin de la historia, o como Baudrillard, que anunciaba el fin del sentido porque todo, para él, se había vuelto una pura representación. Tiempos que no acaban de morir todavía, en los cuales los macro economistas se encargaron de anular los temas de la producción de la riqueza «real» y su distribución, en aras de una «nueva economía», abstracta, en gran medida, y reducida a los puros juegos monetarios. Qué decir del uso, académico y masivo, de ciertos términos cuyos significados, diversos entre sí, fueron subsumidos en generalizaciones que confundían matices, procedencias y, en el fondo: su real comprensión. La modernidad, lo moderno y la modernización pasaron a ser sinónimos. Y hasta la palabra modernismo se volvió ambigua. Para el autor, la modernización, en América Latina, ha sido un fetiche falaz de la modernidad. Y así, como antaño, los grandes despropósitos de nuestros gobernantes se debieron a su culto, también hoy, muchos hechos de las culturas juveniles recientes, se explican por ella.
No deja de alegrarnos el presumible fin de la era neoliberal. Pero nos alarma, sí, su herencia cultural, las profundas huellas que ha dejado sobre todo en las llamadas «culturas juveniles». El neoliberalismo, antes que una doctrina macroeconómica, que lo fue, desde luego, fue, por sobre todo, una gran arremetida ideológica que respondió, desde los más altos centros del poder mundial, al discurso de cambio social que imperó en la esfera cultural fundamentalmente en las décadas de los sesenta y setenta. El plan Cóndor, las terribles dictaduras del Cono Sur, mostraron que ese poder mundial no pudo esgrimir, en su favor, otras razones que las de la fuerza, porque carecía de un discurso convincente.
En los ochentas, a partir de Reagan, la Thatcher, Juan Pablo II, Freedman y demás, todo cambió. Junto al discurso macroeconomista y privatizador, modernizador, se erigió otro más sutil y no menos elaborado, que se difundió masivamente en la ciencia, las artes y la cultura: fueron los tiempos del «gen egoísta», el individualismo y del mercado como la medida de todas las cosas.
Hacia los noventas, vuelto unipolar el mundo, tal discurso se volvió hegemónico. En América Latina: Salinas de Gortari, Menem y Fujimori, al amparo de ampulosas declaraciones supuestamente democráticas y, por supuesto, neoliberales, hicieron de las suyas en sus sufridos países con los resultados que todos conocemos: corrupción y debacle económica generalizada. En más y en menos, en el resto de América Latina ocurrió lo mismo. ¿Qué pasaba, entre tanto, en el campo del pensamiento? Con excepciones, hasta podríamos decir que proliferaron las teorías acomodaticias y francamente funcionales al discurso neoliberal. Tal vez, un denominador común las unió: el abandono de los referentes que en los viejos tiempos, nos sirvieron para ordenar el mundo, tratar de entenderlo y -ah, tiempos idos- para cambiarlo.
Pruebas al canto: si la macroeconomía, olvidó las relaciones de producción y se centró únicamente en los juegos monetarios, es decir, olvidó los significados para ocuparse únicamente de los significantes; en los planos de los estudios filosóficos, culturales, artísticos, proliferaron equivalentes virtuales que empezaron a desconocer los referentes que la humanidad había construido durante siglos; de pronto, Fukuyama anunció El fin de la historia y Baudrillard el fin del sentido, con lo cual el mundo vuelto una pura representación ya no reconocía los términos verdad o mentira, bien o mal; de pronto, muchos politólogos -Daniel Bell a la cabeza-, decretaron también el fin de las ideologías y la anulación de las diferencias entre izquierda y derecha; de pronto García Canclini unió, en una sola mezcla que llamó Culturas híbridas, las culturas popular, culta y de masas, tan reconocibles para otros ojos menos cambiantes que los suyos, y eliminó los rasgos diferenciales de éstas que antes él mismo contribuyera a definir.
Demasiadas coincidencias. El mundo se había vuelto tan virtual y abstracto como las operaciones de la llamada «nueva economía». La única tesis de esta ponencia es la de que quizá ya sea hora de volver a lo real, al pragmatismo, a la empiria y describir, desde lo concreto, las que quizá sean, las manifestaciones refuncionalizadas, actualizadas, si se quiere posmodernas, de una cultura popular que sigue vigente en sus dos acepciones: como fenómeno ambivalente de resistencia, réplica, y apropiación con respecto a los productos que emanan de la cultura dominante y, en segundo lugar, como espacio en donde se conservan usos culturales (en la gastronomía, la ropa, la música) que, de seguro no nacieron apenas ahora.
Tal vez para determinar si existe una cultura popular actual que se inserte en lo político con una carga de resistencia, si no igual, al menos análoga a la que mantuvo siempre la cultura popular con respecto a la cultura dominante, hay que interrogar, en lo concreto, a las manifestaciones más dinámicas de los movimientos culturales que hoy existen en el seno de de las sociedades: las culturas juveniles.
Para Mauro Cervino, el investigador italiano, experto en culturas juveniles, no se puede generalizar cuando se habla de ellas, puesto que no existe una sola. Para él, ni siquiera es posible, en este tiempo, considerar una condición totalizante que legitime la categoría «jóvenes», como no sea para facilitar el uso apenas estadístico y reificador de muchos organismos internacionales. Así, la definición tradicional de que la juventud sería el período etáreo caracterizado por la exención de responsabilidades sociales, se desmoronaría frente al simple hecho del ejército de niños que trabajan y mantienen a sus familias.