Educación gratuita subvencionada por el Estado, una sentida aspiración del movimiento estudiantil chileno comienza a ser una realidad cuando la presidenta Michelle Bachelet, en cumplimiento de una promesa de campaña, decide enviar al parlamento de su país el proyecto de ley para que la educación deje de discriminar entre ricos y pobres. Culmina con un triunfo político la lucha de varios años sostenida por los estudiantes que, en el anterior mandato de Bachelet, hicieron temblar al gobierno en la llamada revolución de los pingüinos, metáfora que alude al uniforme escolar semejante al look del plumífero antártico chileno.
No deja de ser una paradoja revolucionaria la decisión política adoptada por el Estado que promueve la gratuidad de la enseñanza media y superior en Chile, en un contexto continental marcado por la tendencia al retorno de los brujos neoliberales y privatizadores a ultranza. El nuevo proyecto busca poner fin al lucro, a la discriminación; y establece la gratuidad escolar y crea una nueva institucionalidad de educación parvularia. En tal sentido no es, precisamente, una dadiva estatal, sino resultado de arduas jornadas de lucha estudiantil y social que se vienen dando en el país del sur desde hace más de una década. Lucha que recrudeció, aún más, en el periodo del neoliberal Sebastián Piñeira, cuyo régimen fue escenario de cruentos enfrentamientos entre estudiantes y las fuerzas del orden.
El constante reclamo del movimiento estudiantil apunta al objetivo de cambiar el paradigma de la educación, reforzar el sistema público de enseñanza y dar poder a las familias para que sean ellas las que escojan los colegios y no al revés. La nueva ley acoge las aspiraciones de la juventud del país del sur y postula dejar atrás el financiamiento compartido, mediante el congelamiento de los montos que cobran los colegios a los padres y reemplazarlo, gradualmente, por un subsidio estatal, según una lógica que rompe con el afán de lucro del negocio educativo privado.
En la actualidad existen en Chile 3.470 establecimientos educativos que declaran tener fin de lucro y que, conforme la nueva ley, deberán transformarse en fundaciones sin esa finalidad. Esos establecimientos educativos, secundarios y universidades disponen de un plazo de dos años para realizar la conversión de su estado societario, o solicitar al Estado que compre los inmuebles donde funcionan. Cabe recordar que las normas para el funcionamiento del sistema educativo rigen desde la última dictadura militar de Pinochet (1973-90), y son resistidas desde hace algunos años por gran parte de la sociedad chilena.
Puntos conflictivos del debate
En el ojo del huracán político provocado por la demanda estudiantil de gratuidad educativa, se puede vislumbrar el tema del carácter selectivo del sistema universitario. Los expertos en educación en Chile, argumentan: imaginemos una sociedad con real igualdad de oportunidades y universidades gratuitas, donde por ende la selección universitaria captará a los jóvenes más talentosos del país. Aún en tal escenario, la educación superior no sería un derecho, sino un privilegio para los jóvenes más capaces. De esta manera, incluso en el mejor de los casos, del cual estamos a años luz, la gratuidad favorecería a un sector privilegiado de la sociedad y no resolvería por sí misma el carácter excluyente del sistema universitario.
Desde otro ángulo, se argumenta que la educación nunca fue ni será gratuita, porque conlleva “costos” inherentes para que se desenvuelva. El financiamiento de la infraestructura, docencia y los distintos proyectos de investigación son inversiones que debe realizar una comunidad para poder emprender un desarrollo que satisfaga los intereses de sí misma.
Bajo ese enfoque el problema radica donde se cargan esos “costos”, si la pesada mochila de tarifas educativas la carga la sociedad o la familia en particular. Es decir, si los costos del sistema educativo los asume cada individuo, o éstos se endosan como responsabilidad al Estado. Se sabe que Chile ostenta la condición de ser uno de los países más desiguales del mundo, una realidad que no ven los representantes intelectuales y políticos de la sociedad chilena más conservadora.
La idea innovadora, paradojalmente revolucionaria, es que la gratuidad de la educación parte de una lógica diferente a la individualista liberal, puesto que postula a que la sociedad en su conjunto se haga cargo del financiamiento del proceso formativo de sus nuevas generaciones. En tal sentido, la sociedad chilena representada en el Estado, asume el deber de generar las mejores condiciones para su desarrollo y crecimiento con la finalidad de satisfacer sus necesidades colectivas. Conforme ese principio, se asume que los recursos estatales provenientes del aporte social están destinado a generar mecanismos de desarrollo de la educación. como factor clave de progreso nacional. Es en ese instante que la educación deja de ser un costo, convirtiéndose en una inversión social de mediano y largo plazo.
Ante la pregunta de por qué los estudiantes exigen la gratuidad de la enseñanza, la respuesta es obvia: las universidades chilenas aplican unos de los aranceles más altos del mundo con relación al poder adquisitivo de la población. Los recursos para financiar la onerosa tarifa educativa provienen de las familias que acceden a niveles de endeudamiento altísimos, sin que la calidad de la educación les sea necesariamente garantizada. Por otro lado, se esgrime un cuestionamiento: ¿ayuda a combatir la desigualdad o es regresivo que el fisco le pague la educación a los más ricos? De acuerdo a Claudia Sanhueza, académica del Instituto de Políticas Públicas de la Universidad Diego Portales de Chile, la educación superior gratuita universal no empeora la distribución del ingreso, que en Chile es muy desigual.
La revolución de los pingüinos ha dado frutos: Chile enfrenta el desafío de implantar la gratuidad de la educación subvencionada por el Estado. Una lección para el continente que se debate en la disyuntiva de consolidar derechos colectivos en materia educativa o regresar al pasado de un sistema educativo privativo y elitista, bajo el retorno de los brujos neoliberales a las esferas del poder.