Hay que pensar en un Quito de calles tortuosas, apenas iluminado por farolillos con velas de sebo que se apagaban a las nueve de la noche. Hay que imaginar la ciudad colonial sin otros ruidos que los pasos de un último caminante, o el resoplido de los caballos en las cuadras, el solitario canto o aleteo de un búho y, quizá, la campana de algún templo. Hay que pensar en el siglo XVII -y los dos siguientes- y en una ciudad sumida en las demoradas costumbres de la Colonia: el Quito de la religión y el pecado, a veces encarnados en los mismos personajes: fieles y frailes libertinos pero prestos a ejercitar los tenebrosos ritos de la culpa y el arrepentimiento.
Hay que pensar en las noches furtivas, heladas y negras: un reino que, más allá de la medianoche, estaba dominado por el silencio y la sombra; entonces, cualquier eco inusual, cualquier resplandor difuso ya eran pasto de la sospecha y el temor. Así, se daban la mano lo natural y lo sobrenatural, el más acá y el más allá.
Hay que pensar en la muerte. También en el infierno. Porque no sólo se vivía menos -acaso el promedio de vida no rebasaba los 40 años y cualquier enfermedad era fatal- sino que, además, con la Conquista, la Edad Media había abandonado la vieja Europa para aposentarse en estas nuevas tierras de Dios. Con ella habían venido también, la Tenebrosa, la reina de las tinieblas, la muerte, y el Rey oscuro, el demonio, como figuras centrales de los cultos religiosos. Ejercicios espirituales y sermones estremecidos, dichos por dominicos y jesuitas, célebres por su oratoria clamorosa, «picos de oro» les llamaba le gente, los recordaban siempre.
Hay, pues, que pensar en procesiones, funerales, misas, rezos y cánticos gregorianos que resonaban en los anchos y helados muros de casas, conventos y claustros.
Sólo en un escenario así son imaginables las leyendas quiteñas de ultratumba. Quienes las refieren, o las transcriben, lo saben. Su misión es múltiple: recordar el pasado de algún rincón antiguo; comunicar el hecho sobrenatural, ligado a él y, por cierto, exhumar de su entraña un sentimiento sobrecogedor: ¡el miedo! El miedo que eriza y espanta, bocado siniestro, quizá apetecido, de los niños conflictivos y los solitarios de todas las épocas.
El Padre Almeida quien, de regreso al convento de San Diego, luego de una noche de juerga, se encontró con su propio funeral; el muerto que resucitó, mientras lo velaban, en San Francisco, para castigar el sacrilegio de un par de estudiantes; el indio Cantuña quien invocó a la Virgen, apostó su alma y logró que el propio demonio construyera el atrio de ese mismo templo majestuoso; el toro infernal que se escapó del ruedo y venció barreras, calles, y escalinatas y embistió a una niña, la Bella Aurora, en su propia habitación, en la calle Benalcázar 1028; el gallo de bronce de la cúpula de la Catedral que hirió al rico, ebrio y soberbio, que se burlaba de él, son leyendas que más allá de los hechos portentosos que narran muestran siempre, a veces de modo velado o implícito, la pareja culposa de la profanación y el castigo.
De joven, décadas atrás, tuve un empleo bello: recopilador de leyendas, cuentos, mitos y casos del Ecuador. Eso me permitió, en Quito, explorar todo el viejo Centro y parte del Sur y barrios tradicionales como San Juan y La Tola, con grabadora en mano, buscando informantes. Para esos años, ya era difícil lograr que alguien refiriera leyendas inéditas.
Pero sí, los llamados casos: relatos fragmentarios que tienen la particularidad de que quien los cuenta, asume, como testigo presencial, hechos fantásticos. Unas señoras juraban que habían visto al diablo, a la medianoche, bajo la forma de una mujer hermosa que se bañaba en una pequeña cascada del Sur; muchos habían descubierto duendes muy enanos con sombreros enormes, curas sin cabeza, manos negras, fuegos fatuos, huacaysiques o uñahuillis (o sea: diablos dentudos con la apariencia de recién nacidos); otros habían escuchado, en la madrugada, lamentos de almas en pena, consuelos santos de almas benditas, el arrastrar de cadenas fantasmales e, incluso, habían amanecido en cementerios luego de acompañar, en alguna noche de conjunción, a viudas misteriosas. Y hasta entrevisté ancianos que recordaban haberse encontrado con «la caja ronca»; ente infernal que ninguno supo describir bien. O sea que las antiguas tradiciones renacían y se encarnaban en ellos, o mejor, sobrevivían en ellos, a pesar de la luz eléctrica, los aviones y las proclamas racionalistas de un siglo, el XX, que hizo de la ciencia una nueva religión, poseedora única de verdades reveladas.
Quién sabe si, cuando recordamos estos motivos y leyendas, o las referimos al extranjero que pasea con nosotros por las calles del Centro, no estamos, de modo inconsciente, reaccionando en contra de tanta «claridad» abusiva, y buscando algo que perdura, de todos modos, en el fondo de nuestra conciencia: el alma oscura de las cosas, el alma de una ciudad, el alma nuestra, que sobrevive, a lo largo de los siglos, con la contundencia de los muros más anchos y sólidos de los templos de Quito.