Las apariencias engañan, dice la sabiduría popular, y con razón. La bonachona careta de “Pepe” Mujica, ex presidente uruguayo que vende la imagen del político de humildad cuasi franciscana, hacedor de frases de sentido común, se ha caído. En reciente declaración ha dicho que Maduro está más loco que una cabra. Frase populachera con la que quiso significar que el presidente venezolano no está apto para gobernar, ante la falencia de sus facultades intelectuales. Supino argumento coincidente con la oligarquía latinoamericana aupada por la OEA que desacredita al mandatario llanero como una estrategia de desestabilización, con el único objetivo de lograr la remoción de Maduro por la vía del golpe del Estado constitucional, o revocatoria del mandato, según se den las circunstancias.
La bonachona figura de Mujica ha venido siendo utilizada por la derecha latinoamericana, atrincherada en la OEA, para mostrar el lado inocuo de la revolución social. Una proyección paternalista de un taita gurú al que le está permitido decir lo que se le antoje, a condición de que lo diga desde la perspectiva del ciudadano llano, como ex guerrillero tupamaru arrepentido. En el imaginario de la derecha política se imponía esa imagen de anciano bonachón, capaz de decir tonterías o lanzar exabruptos, que siempre son festejados o perdonados, como una forma de mandar señales provocadoras a la izquierda política que, ni corta ni perezosa, cae en la provocación.
La figura de Mujica, funcional a los propósitos ideológicos de la derecha, calza con la del político que nunca hizo un planteamiento frontal contra los militares genocidas de su país. Entonces no resulta casual que los ecos mediáticos a sus declaraciones contra Maduro se hagan escuchar en la prensa reaccionaria de El País de España, y los voceros venezolanos El Universal y El Nacional, de reconocida beligerancia con el chavismo. En Uruguay, el ex presidente bonachón ha sido cuestionado por entregar el país a las híper mineras, y hoy es celebrado por lanzar un candoroso sarcasmo contra el presidente venezolano que, lejos de ser un dechado de virtud, amerita ser analizado con más sapiencia y profundidad.
¿Por qué Mujica nada dice frente al hecho de que en Venezuela el 25% de la población económicamente activa está enrolada en el Estado? ¿Dónde está su análisis para entender cómo viven los venezolanos con un sueldo de 33 mil bolívares teniendo que adquirí una canasta familiar que cuesta 200 mil bolívares, o por qué no nos explica cómo hace el pueblo bolivariano de Maduro para sobrevivir con un 75% de sus necesidades insatisfechas? Nada nos dice Mujica acerca de que el modelo chavista, o se reinventa o sucumbe en su propio aceite, caduco en ideas renovadoras.
Las afirmaciones de Mujica se dan en un contexto muy claro: La aplicación de la Carta Democrática Interamericana de la Organización de Estados Americanos (OEA) contra Venezuela como primer paso para justificar una intervención militar extranjera o propiciar el apoyo a grupos terroristas en el país suramericano para derrocar al Gobierno, según el analista internacional Basem Tajeldine. La Carta Democrática Interamericana de la OEA es un «instrumento intervencionista ilegítimo, desfazado de la OEA», sentenció el analista y añadió que podría aprovecharse para aislar a Venezuela de los espacios internacionales, deslegitimarla y justificar una intervención militar de Estados Unidos bajo el pretexto de «salvar» la democracia y los derechos humanos.
El mito de Mujica, paradigma del hombre de sentido común, se cae a pedazos en manos de una OEA que lo utiliza como sujeto útil para decir cuasi verdades o mentiras en ciernes. Sujeto útil para esgrimir provocadoras frases, fruto del ingenio senil, con el fin de impulsar un proceso de revocatoria contra el presidente venezolano, en clara injerencia en asuntos internos de ese país. La mitología urdida en torno a este personaje de la política continental, hace sentido en la necesidad de levantar una fábula del mandatario austero, del político de izquierdas inocuo, limado las uñas de la rebeldía tupamara, desprovisto de las furias de la lucha de clases, para consolidar la idea de una izquierda periclitada en sus propósito revolucionarios.
La figura desteñida del ex tupamaru uruguayo calza perfectamente en esa mitología mediática, hoy convertido en ventrílocuo de las posiciones golpistas en Venezuela. Un caso de estrategia propagandística que llama a la reflexión, puesto que entre la caricatura y la pantomima hay apenas centímetros de banalidad. Una trivialidad que quiere convertir a la política en el anecdotario de una friolera montada contra el pueblo venezolano que, en todo caso, tiene la primera opción de sacudirse de patéticos personajes por elemental gesto de autenticidad histórica.