El cine y, por añadidura, la cultura en general, siempre ha retratado a las nacionalidades indígenas amazónicas desde el punto de vista del hombre blanco, ya sea el explotador interesado en los recursos naturales de la selva que ni siquiera los ve como humanos o la visión condescendiente ‘moderna’ que busca perpetuar la imagen del buen salvaje.
El cineasta colombiano Ciro Guerra, en cambio, les da su propia voz, y de esta manera su forma de ver la vida es la que guía la película El abrazo de la serpiente, filmada en un glorioso blanco y negro (cinematografía a cargo de David Gallego), una opción acaso inesperada para retratar el colorido de la jungla amazónica, pero nada en esta película responde a las expectativas.
La cosmovisión de las etnias amazónicas está en primer plano esta cinta, la primera colombiana en ser nominada para un Oscar.
“¿Qué es lo que ves? El mundo es así, inmenso. Pero tú decides ver esto”, le regaña Karamakate (Antonio Bolívar) al biólogo Richard Evan Schultes (Brionne Davis) al quitarle un mapa y tirarlo al río. “El mundo está hablando… Escucha la música de tus antepasados. Este es el camino que buscas. Escucha de verdad. No solo con los oídos”.
Guerra, que ya demostró su inclinación a explorar los pueblos ocultos de su país en Los viajes del viento, esta vez se centra en un recorrido por los ríos de la Amazonía en busca de una planta de poderes curativos, la yakurna.
La cinta se narra en dos tiempos, a principios del siglo XX con un joven Karamakate (Nilbio Torres), último sobreviviente de su etnia (los cohiuano), que busca sanar de una extraña enfermedad al explorador Theo von Martius (Jan Bijvoet) con ayuda de la yakurna. El recorrido se repite 40 años más tarde, con otro explorador Schultes, quien posee libros con los datos de Von Martius. Shultes es un hombre que quiere la planta para poder soñar. El viejo Karamakate, en cambio, cree haber perdido la memoria, pero el viaje le ayuda a recuperarla. Para el viejo chamán los dos exploradores blancos son la misma persona. El recorrido por los ríos hace paradas en sitios que ya cuentan con la impronta de la civilización: una misión dirigida por un cura capuchino que prohíbe que los niños hablen con esa lengua del diablo o los rastros de la explotación del caucho y sus efectos en las personas esclavizadas. Conforme avanza el recorrido, también parecen adentrarse en la locura, algo que evoca a El corazón en las tinieblas de Joseph Conrad, llevado al cine en libre interpretación como Apocalipsis ahora, de Francis Ford Coppola.
De esta manera, Guerra pone en relieve el absurdo de la colonización, lo inútil que son en la selva los conceptos eurocéntricos y, en medio de todo ello, sobre sale la sabiduría de Karamakate.
Es imposible ver esta cina y no recordar a los huaorani, cuyo derecho a existir se ha enfrentado a la negligencia del Estado y a la condescendencia de grupos extranjeros en nuestro país por varias décadas. Imposible no pensar en la Amazonía y no recordar el daño que se la ha hecho en nombre la explotación petrolera, sin importar la excusas políticas del momento. Al final siempre pierde la selva, y siempre pierde ese recurso humano único que no hemos sabido valorar.
Guerra dedica la cinta a los pueblos amazónicos de los que nunca conocimos su canto. Es un mensaje doloroso, pero que en su verdad tiene un pequeño ápice de esperanza. ¿Seremos capaces de cambiar y aprender conservar nuestra Amazonía? La buena noticia es que el cine colombiano cuenta con un poderoso argumento en manos de un cineasta que está a la altura de los grandes realizadores latinoamericanos.
FUENTE Revista Babieca. Autor Juan F. Jaramillo