Estábamos sentados en una de las mesitas al aire libre del café de siempre. Mirar, hablar, oír, entre sorbo y sorbo de un vaso de cerveza o de un capuchino ya frío y con la espuma endurecida en los bordes de la taza de cristal. Los jóvenes y los no tan jóvenes pasaban y repasaban por la alegre avenida, ágiles, modernos, despreocupados, buscando un sitio en aquel café o en el restaurante vecino. La moda los enfundaba en ropajes deliberadamente pobres y ligeros. Eso se veía sobre todo en las muchachas: blue jean, sandalias, a veces una liviana blusa forrada al cuerpo casi siempre fino, casi siempre elástico. Hablo, claro, de lo que nosotros preferíamos ver. Y había turistas, hippies, gente errabunda de todo tipo. Era agradable el lugar. Las mesas tenían parasoles de colores y de entre ellas se alzaban dos árboles con los tallos blanqueados con cal. Del otro lado de las tupidas filas de autos, estaba el supermercado y por sobre él asomaban las torres góticas de la vecina iglesia. En los atardeceres era hermoso contemplarlas erguidas contra el cielo arrebolado. Un día pensé que tendría tiempo de hablar de los fantásticos atardeceres de mi ciudad. Incluso me había fabricado al respecto una frase para soltarla en alguna ocasión especial, porque entonces no temía la afectación que consideraba un riesgo inevitable de todo conversador.
Decía la frase: «Siempre habrá un atardecer arrebolado para salvarnos de la muerte». Nunca tuve oportunidad de decirla. Es que había tantas cosas de qué hablar. Empezando por la ciudad, súbitamente modernizada y en la que ya no era posible reconocer las trazas de la aldea que fuera poco tiempo atrás. Ni beatas, ni callejuelas, ni plazoletas adoquinadas. Eran ahora los tiempos de los pasos a desnivel, las avenidas y los edificios de vidrio. Lo otro quedaba atrás, es decir al Sur. Porque la ciudad se estiraba entre las montañas hacia el Norte, como huyendo de sí misma, como huyendo de su propio pasado. Al Sur, la mugre, lo viejo, lo pobre, lo que quería olvidarse. Al Norte, en cambio, toda esa modernidad desopilante cuya alegría singular podía verse en las vitrinas de los almacenes adornadas con posters de colores sicodélicos, en esos mismos colores que relampagueaban por las noches en las nuevas discotecas al son de ritmos desenfrenados de baterías y guitarras eléctricas, y podía verse también en las melenas y en los peinados afro de las chicas y los chicos que saludaban desde las ventanas de sus automóviles con el pulgar levantado, apuntando al cielo, como diciendo «todo va para arriba», porque, en efecto, todo iba para arriba, y no solamente los edificios y los negocios de todo tipo, sino, además, lo que Santiago llamaba el cúmulo de las «experiencias vitales» de la gente. «Es el petróleo», decía Andrés soltando suavemente las palabras y como envolviéndolas en las grandes volutas del humo de sus cigarrillos negros. No era que lo creyéramos equivocado pero Andrés era uno de esos hombres solemnes y trascendentales, que se emplean a fondo en su propia gravedad hasta para dar los buenos días. Y aquello invitaba a rebatirlo sin que importara mucho la validez de sus opiniones. Después de todo se trataba simplemente de conversar. Entonces alguno de nosotros le salía al paso y le decía. «No solo es eso, hermano, es la época». A lo cual los demás aportábamos con nuevos argumentos que buscaban persistir en la degustación, en el disfrute, en el enamoramiento de esa palabra como hecha de ecos: «época», y que era capaz de resumir, en sí misma, todo un conjunto heterogéneo de causas, y mostrarlas de un modo definitivo en forma de un estilo de vida inconfundible, de una manera de reír y de sufrir, de vivir y de morir, inconfundible. Y al decirlo así ya no era necesario evocar los consabidos y prestados ejemplos de fin de siglo o de los años veintes; no era necesario, pero el atardecer, confiado sólo a la mirada, terminaba por volverse aburrido, y había que evitar los lugares de la conversación en los cuales pudiera colarse un silencio demasiado prolongado y entonces hablábamos del can-can y de la vida de Toulouse, o de Chicago y los gángsters y de la ternura infinita de Chaplin. Todo eso para llegar a la conclusión de que en esa ciudad nos había tocado vivir también, a nuestro modo, una época con signos propios y precisos, nuestra «bella época». Ella había cambiado la ciudad, ella había irrumpido en nuestras vidas revolviéndolo todo, metiéndonos en esa fabulosa confusión en donde nunca más sería lo que antes fue. Y lo único que alcanzaba a entenderse de aquel barullo era que andábamos como perdidos en una vertiginosa, agobiante, casi angustiosa búsqueda de la felicidad. No era otra cosa lo que nos arrastraba a las fiestas y a las borracheras, a los cines y a los restaurantes, a la marihuana a veces, al alcohol casi siempre.
Entre tanto la ciudad crecía hasta desbordarse, entre tanto las inversiones sucias y no sucias estremecían las cajas registradoras de los ricos, entre tanto las ruletas de los casinos giraban incansablemente, entre tanto nuestras vidas y las vidas de aquéllos que conocíamos adquirían fisonomías imprevistas: hubo uno que se metió en las drogas hasta la locura, hubo otro que no paró hasta verse convertido en millonario, y muchos más que estaban en trance de serlo, otro que después de haberlo sido quebró aparatosamente; hubo desde luego intentos de suicidio, en fin, pero sobre todo hubo lo que solíamos llamar «las crisis de pareja», mote con el cual acuñábamos todo tipo de divorcios, separaciones, reuniones, adulterios y demás hecatombes conyugales que se propagaban, lo juro, por toda la ciudad como una fiebre irreal engendrada por tanto cambio exterior que parecía exigir, a la par, cambios y readecuaciones en la misma intimidad de la gente.
Dábamos vueltas por una zona residencial de la ciudad. Oscuridad, bruma, lluvia, los autos que corrían por las empinadas calles, las nuevas casas con algo de iglesia, enormes, silenciosas, los tejados en punta, las paredes blancas o de ladrillo visto, aquella antigüedad puesta al día, estilizada, aquel nuevo esplendor sin pasado que quería adjudicarse de ese modo el suyo, toda esa soledad resguardada por sólidos muros de piedra, rejas de hierro forjado, y perros, cómo no. Abajo las luces de la verdadera ciudad como disueltas en la niebla.