Brasil siempre me ha parecido un país de contrastes violentos. Un territorio que en sí mismo armoniza discordante, ubicado entre los trópicos terrestres, una selva amazónica de 3 millones de kilómetros cuadrados y un corazón llamado mato grosso o selva pesada. A ese escenario arribaron en el año 1500 los portugueses iniciando una historia extrema entre la civilización y la barbarie, entre la libertad y las dictaduras. En contraste, la era de Getulio Vargas inauguró una impronta política que lo llevó cuatro veces al poder como el político más influyente de la centuria en su país. No obstante, la algarabía popular terminó en tragedia cuando el mandatario se suicida de un tiro en el corazón, mientras gobernaba en el Palacio de Catete, en 1954. Luego Janio Cuadros persistiría en la política populista en los años sesenta, para luego dejar el cargo a su vicepresidente Joao Goulart, derrocado finalmente por los militares o gorilas brasileros, en 1964, bajo la represión violenta del Acta Institucional Número Cinco. En esa dictadura destaca la figura de Dilma Rousseff, guerrillera detenida y torturada por los militares, y luego convertida en 2010 en la primera mujer Presidente de Brasil.
Dilma se inscribe ideológicamente en el movimiento latinoamericano del socialismo del siglo XXI. Una reseña de prensa la caracteriza en los siguientes términos: Reelegida en octubre de 2014 por cuatro años, que llegó a tener 77% de popularidad al comienzo de su primer mandato, impulsada por programas sociales que sacaron a millones de personas de la pobreza. Gran parte de su desgaste se debe al megafraude descubierto hace dos años en la estatal Petrobras, que tiene en la mira a decenas de políticos de su PT y a aliados, así como a poderosos empresarios.
La historia escribió para Dilma el capítulo final cuando el 16 de mayo 55 senadores -de un pleno de 81-, se pronunciaron en favor de juzgar a la líder del Partido de los Trabajadores, y apartarla del gobierno durante 180 días, por maniobras fiscales para engrosar las arcas durante su campaña de reelección en 2014. Dilma abandona el cargo con 10% de popularidad en medio de una grave recesión económica y un escándalo de corrupción que ha manchado a buena parte de la élite del poder en Brasilia. Su destitución definitiva es cuestión matemática: el Senado requiere dos tercios de los votos, -54 de un total de 81 miembros-, para el juicio político de cese de funciones de la presidenta. Menos de los votos que se registraron en mayo 16 en el Senado, lo que hace muy poco probable que vuelva al poder. Lo notable es que Dilma es juzgada por un Senado con un 61% de los 81 miembros condenados o acusados por delitos, como el escándalo que robó a Petrobras más de 2.000 millones de dólares. Ahora es reemplazada por su enemigo y ex colaborador el Vicepresidente Michel Temer, del partido de centroderecha PMDB, quien fue hasta hace poco el escudero de Rousseff.
La actual historia de Brasil se inscribe en la pendular política latinoamericana. Una dinámica que encumbró a los gobiernos del socialismo del siglo XXI y que hoy los ve declinar en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela. Los motivos pueden ser diversos, pero emerge nítidamente como factor de fondo del desgaste, la predominancia de una clase media emergente con ausencia casi total de las clases obreras y campesinas como aliadas de un proyecto político que prometió inclusión. El carácter de clase pequeño burgués se perfila como principal referente del descenso político de los regímenes revolucionarios actuales. Se suma, inexorablemente, una crisis económica que mermó recursos a los gobiernos asistencialistas que impedidos de seguir haciendo la monumental obra popular, vieron disminuir su popularidad. Una debacle que sorprende a regímenes basados en el carisma personal del líder, sin una estructura partidista orgánica confiable, -en el caso del Ecuador-, o movimientos oficialistas vencidos por la oposición en la dura batalla comunicacional, como resulta ser en Argentina y Venezuela. El componente de clase y carencia de una estructura partidista eficiente, determinaron modelos de gestión erráticos en manos de burócratas de poco compromiso, falta de capacidad técnica y lealtad política. Elevados a una elite cognitiva con títulos nobiliarios, sin que necesariamente reflejen una experticia a la altura de las circunstancias exigidas por el ejercicio gubernamental, hoy son un lastre equivalente a una fuerza opositora. A lo que hay que contabilizar los errores políticos, las actitudes beligerantes y la corrupción de ciertos mandos medios que abonan el terreno a una oposición revanchista.
En el otro extremo, la acción opositora sistemática de grupos desplazados de las esferas del poder político, -pero con su poderío económico intacto-, buscan la forma de recuperar el país que perdieron. Aliados a medios de información convertidos en actores políticos, crean un clima de descontento que impacta en las clases medias arribistas y sectores populares desorientados. En ese horizonte no hay claridad de un prospecto político renovador, con alternativas viables de levantar un nuevo proyecto de gobernanza. La derecha recurre al populismo más rancio y agita la necesidad del viejo pan, techo y empleo. En gobiernos asentándose en la fuerte personalidad del líder, apoyados por aparatos de comunicación que no son superiores a los medios tradicionales, tampoco se visualiza una propuesta movilizadora. La permanencia de los gobernantes del socialismo del siglo XXI está marcada por un estigma: perdida la batalla de la comunicación, perdida la batalla en el poder.
Lo más grave es que esta vez no se trata de cambiar un presidente. No estamos frente a una alternativa transitoria de salvataje político, sino a la falta de utopías, planes de gobierno, proyectos inmediatos y concretos que nos hagan recuperar la fe en el continente. En la agenda de eventuales gobiernos de derecha se avizora lo obvio: mantener a los pobres con asistencialismo, apoyados por empresas privadas que primero tiene afán de lucro y luego sentido populista. Una vieja fórmula de mantener cuotas electorales que garanticen su permanencia en el poder. La guinda del pastel está en la existencia de aparatos estatales fortalecidos -en la creencia absoluta de su carácter socialista-, pero en manos de la derecha revanchista se avizoran como instrumentos represivos, propios del fascismo puro y duro. Brasil es otro campanazo de alarma en el péndulo de la política latinoamericana. Un vaivén que cada cierto tiempo lleva al poder a regímenes de derecha, dependientes del capital internacional, antidemocráticos en lo político, excluyentes en lo económico y vergonzosamente reaccionarios.